XXVI

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El viaje a Tailandia no fue agradable; ni siquiera digno de un ser humano.

Peor que animales de circo, en jaulas de contrabando, fueron sacadas del país. Con una mísera botella de agua y una cubeta para orinar, Seulgi y Wendy pasaron horas y horas de vuelo. Con un espacio tan nimio que apenas podían estirar sus extremidades. El escaso oxígeno tampoco ayudó.

Así fue como llegaron a Tailandia. Wendy apagándose con cada hora transcurrida y Seulgi perdiendo poco a poco cualquier esperanza de mantener a su hermana con vida. Sería tan fácil simplemente morir para salvar a Wendy, hacía un tiempo ni siquiera lo hubiera pensado dos veces, pero ya no era aquella bestia indómita cegada por sus instintos. Solo era una muy lastimada coyote adiestrada, dispuesta a obedecer con tal de volver a su hogar. Con tal de volver a Irene.

Reynolds se había negado a dar mayores detalles sobre la pelea y la localización, solo les indicó que una vez instaladas en la oculta casona, esperarían unos cuantos días a que llegaran todos los mecenas y sus peleadoras para comenzar la fosa. Seulgi pensó que no sería nada del otro mundo, sin embargo, jamás estuvo preparada para lo que se presentó frente a sus ojos.

No era una simple casona, era una fortaleza, construida magistralmente para los más pérfidos pasatiempos. Rodeada por enormes murales, todas custodiadas por hombres armados hasta los dientes y escondida tras kilómetros de árboles y espesos pastizales.

Bajaron del vehículo blindado que las transportaba, con sus collares de localización apretados en sus cuellos. Wendy miró todo y bufó, hundiendo la punta de sus desgastadas botas militares en el fango, con un movimiento ligero de cabeza en negación.

—No puedo creerlo —dijo la canadiense.

Seulgi siquiera tenía palabras.

—Fue usada como casa de prostitución en otra época —murmuró Reynolds, con un puro en la boca, señalando los enormes ventanales de vidrio que dejaban ver enormes jaulas de tortura—. No tuve tiempo para modificar la ornamentación.

—Hijos de puta —salió de la boca de Seulgi con tanto veneno que podía saborearse.

—Así es el mundo, chicas. Ahora, vengan conmigo.

Con pisadas fuertes y haciendo un esquema mental de la distribución del lugar, Seulgi caminó tras Wendy hasta el interior de la casona. Algunos hombres se encontraban ahí, moviendo muebles y limpiando las superficies; embelleciendo el lugar cuyas paredes gritaban mudos lamentos sobre su pasado.

Era inmenso, con escasa luz y paredes tapizadas con oscura gamuza bordó. Candelabros colgaban del techo y el aroma a incienso era espeso, casi tóxico. Opulentos muebles empolvados y suelo de madera que crujía con cada pisada.

—¿No podías escoger un lugar menos tétrico?

—Tiene su razón de ser, Wendy —replicó Reynolds mientras bajaban una larga escalinata—. Esta propiedad no existe realmente. Nadie sabe de su existencia además de mis hombres.

—Hm. ¿Y a qué se debe tanto misterio?

—Simple precaución. No quiero que nada salga mal.

Llegaron al final de la escalera, un nivel bajo tierra. Seulgi no estuvo impresionada al ver las celdas de barrotes metálicos, igual como si fuera una perrera. Un hombre se encontraba ahí, con una metralleta en sus brazos. Reynolds les señaló las celdas que ocuparían y ambas ingresaron sin poner mayor resistencia. ¿Por qué habrían de ser tratadas como personas?

Seulgi se sentó en la que sería su cama y gruñó al sentir la superficie rígida. Incluso el viejo colchón que tenía en Camp Alderson era mejor que eso.

Prisionera - seulreneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora