Capítulo 1

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Hacía tantos años que soñaba con este día, que ahora que había llegado parecía seguir soñando. Mis ojos llevaban horas abiertos mirando la pared vacía frente a mi, desde antes de que los rayos pálidos del amanecer dejasen ver los tonos verdosos de mi habitación.

Me sentía atada a la cama, pero no como otras veces que el cansancio me enredaba las piernas entre las sábanas para alargar mi descanso antes de mi frenética rutina, esta vez mi cuello se sentía pegado al cabecero de la cama como si de una soga se tratase, sin poder prestar atención más allá del dolor que la madera del mismo producía clavándose en mi nuca.

La hacienda de Aradia se erguía con elegancia en las afueras de la bulliciosa ciudad de los guerreros, Milrol. Rodeada por amplios campos verdes y salpicada de árboles frondosos, la vivienda emanaba un encanto rústico que se mezclaba armoniosamente con la naturaleza circundante.

El camino de entrada estaba bordeado por hileras de flores de colores vivos, cuyos aromas se mezclaban para crear una fragancia embriagadora. Las enredaderas trepaban por las paredes de la hacienda, añadiendo un toque de naturaleza a la arquitectura de ladrillos envejecidos. Un pequeño porche adornado con macetas de barro albergaba una mecedora, el lugar predilecto de Aradia para disfrutar de las cálidas tardes.

Al entrar, el interior reflejaba la esencia acogedora de la dueña de la casa. Las paredes estaban decoradas con tapices tejidos a mano, representando escenas de la naturaleza y antiguos rituales mágicos. La luz natural filtraba a través de cortinas finas, creando un juego de sombras que bailaba sobre muebles de madera maciza.

El salón central albergaba una chimenea que, aunque no estaba encendida en ese momento, emanaba un sentimiento constante de calor y protección. Tapices colgaban en las paredes, mostrando retratos de la familia en diferentes etapas de sus vidas.

En una esquina, una estantería de madera sostenía una colección variada de libros. Algunos eran antiguos tomos de magia, desgastados por el tiempo pero llenos de conocimiento. Otros eran cuentos y novelas, testigos silenciosos de las historias que habían alimentado la imaginación de Alma desde su infancia.

El jardín trasero se extendía hacia un bosquecillo donde florecían hierbas mágicas y plantas curativas. Un rincón tranquilo con una pequeña mesa y sillas era el lugar predilecto de Aradia para realizar sus hechizos y rituales mágicos.

Ese día, a pesar de la calidez y familiaridad que emanaba la hacienda, un aire de inquietud flotaba en el ambiente. Cada rincón, cada objeto, parecía llevar consigo la sombra del próximo adiós. Los libros en la estantería parecían murmurar secretos de despedida, y las plantas en el jardín parecían inclinarse melancólicamente. Para Alma, el hogar que una vez fue un refugio seguro, ahora resonaba con la sensación de un capítulo que llegaba a su fin.

La hacienda seguía en silencio, solo el olor a infusión de jengibre junto a la menta me susurraban al oído que Aradia ya estaba despierta «Si no bajo ya, me va a regañar por tomar el té frío.», muy a mi pesar tuve que vestirme, esta vez alejada de mi vieja ropa zurcida mil veces tras tanto esfuerzo en el campo de entrenamiento. Esta vez debía pensar en cómo superar la Escalera de la forma más digna posible, con mis mejores prendas para ser una representante de Milrol, pero, sin olvidar que debía ir lo suficiente cómoda como para no morir de un resbalón o estar escocida tres días después.

Mi cabeza iba en automático mientras apretaba las cintas que cubrían mis muslos y pecho, donde se veían las ranuras donde iba guardando mis escasas dagas; con seis será suficiente para los primeros días. O al menos es lo único que deseo.

Este traje tenía una forma preciosa, cruzándose entre si hasta ceñirse a mi cuerpo como si fuera la piel de un reptil, Aradia me había ayudado a hacerlo. El cuero negro siempre había sido una gran opción en mi armario.

El Alma de RoseaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora