Es sábado, el día que Eugenia y Nico celebran su fiesta de compromiso. Mientras agito el agua para hacer burbujas en la bañera, repaso de nuevo mi plan, de principio a fin. Cada parte de él gira en torno a mimar a mi mujer hasta más no poder.
Colmarla de afecto y atenciones. Hacer que se sienta como lo que es para mí: una reina.
Cuando la bañera tiene la cantidad perfecta de agua y burbujas, cierro el grifo y me desnudo.Después voy al dormitorio sin hacer ruido y observo cómo duerme la siesta apaciblemente sobre la colcha. Me sabe mal despertarla, pero tengo que poner mi plan en acción o llegaremos tarde a la fiesta. Me arrodillo junto a la cama, cojo la única cala del jarrón que descansa en la mesilla de noche y pego mi boca a la suya.
Lali se estira y gime, y me agarra los desnudos hombros. Sus manos generan llamas instantáneas en mi piel. Abre los ojos adormilada, sonríe al ver la flor, la coge y la huele con indolencia antes de dejarla en la mesilla.
—La hora del baño, nena —musito, y la saco de la cama en brazos.
Ella se acurruca mientras la llevo a la bañera, amodorrada y caliente en mis brazos. Parece que pesa menos y, ahora que lo pienso, en el tiempo que hace desde que la traje a casa del hospital, no se ha terminado ni una sola comida. De hecho, lo que hace casi siempre es pasear la comida por el plato. Mierda, tenemos que solucionar esto. Debería haberme puesto más firme.
La dejo en el suelo y empiezo a desvestirla, lo bastante despacio para que tenga tiempo de despertarse del todo antes de que la meta en el agua. Mis ojos escudriñan cada centímetro de piel que queda al descubierto, en busca de señales de huesos que sobresalen. Ahí. Justo ahí. Extiendo el brazo y le paso la mano por la cadera, frunciendo el ceño.
—¿Qué pasa?
—Has perdido demasiado peso.
Sigue estando guapa, es la cosa más guapa que he visto en mi vida, pero
no cabe duda de que está más delgada. ¿Cómo he podido permitirlo? —Tengo que darte de comer.Me aparto de ella para coger su albornoz y se lo tiendo para que meta los
brazos.Haciendo caso omiso de la prenda que sostengo en las manos, Lali me mira.
—Es que no tengo hambre.
—Me da lo mismo. Tienes que comer.
Le echo el albornoz por los hombros, pero ella se retira y me lanza una
mirada de advertencia. —Ya basta.
—Ya basta ¿qué?
—De preocuparte. Si tengo hambre, comeré.
Me quita el albornoz y lo tira al suelo, sin apartar su firme mirada de mis ofendidos ojos.
—Y no me pongas esa cara, Peter Lanzani.
Levanta un dedo y me señala la boca, y yo reculo, intentando controlar mi
cara larga. No puedo. Le cojo la mano y se la bajo, y ahora soy yo quien la señala con un dedo. Con esto no va a salirse con la suya. Ni hablar.—Vas a comer y punto.
Me inclino y me la echo al hombro, a la mierda el albornoz. Comerá desnuda. No seré yo quien se queje de eso.
—¡Peter!
Su piel desnuda rozando mi piel desnuda no contribuye precisamente a que me centre en lo que tengo que hacer. Y lo que tengo que hacer es darle de comer. Comida. Mucha comida. Aunque mi verga no está de acuerdo conmigo, a todas luces hambrienta. Ahora mi ceño fruncido va dirigido al paquete, al que exijo que se comporte, mientras saco a Lali del cuarto de baño. —¡Bájame!