Ocho meses después
Nada puede prepararte para la pérdida de alguien a quien quieres con toda el alma. Ni tampoco para asumir el dolor y la pena que acompañan esa pérdida. Perder a Nicolás ha hecho que en mi vida haya un enorme vacío, aunque mi corazón está repleto de recuerdos felices. Nunca estuvo lejos, siempre a mi lado para levantarme cuando me caía. Dedicó su vida a mí.
A velar por mí, a cumplir la promesa que me hizo. Nick era un buen hombre, y por mucho que ahora intente ver las cosas con perspectiva, no merecía morir. No había llegado su hora. Mery , sin embargo, tenía que morir. Quizá esto parezca sádico, y quizá lo sea. Pero he estado preguntándome cuán agotador y dañino debió de ser vivir con tantos demonios, y lo cierto es que no he sido capaz de encontrar la respuesta. Por mi parte, he estado en sitios bastante oscuros, y me han entrado ganas de rendirme.
Pero en mi viaje de autodestrucción la víctima fui yo y sólo yo. Nunca me propuse herir a nadie. Nunca quise vengarme de nadie. Lo único que de verdad quería era paz interior.
Sentado en los escalones del jardín, veo que Ava se las arregla como puede con el barrigón para recoger la casa. Y pienso, por primera vez en mi vida, que ahora tengo esa paz. Es un manto que me envuelve, caliente y seguro. Lo cierto es que desafía a la razón: más traumas y estrés han venido a añadirse a la mierda en la que ya estábamos metidos, y sin embargo me siento casi tranquilo.
En un principio, cuando nos alejamos de aquel granero, me pregunté cómo superaríamos lo que había pasado. La euforia de que Lali recuperase sus recuerdos se vio empañada por la pérdida de Nico. Me embargó la preocupación por los mellizos, por lo que habían visto, por lo que habían oído. Sólo cuando hicimos terapia de familia, aceptando la sugerencia del agente de policía de contacto, me di cuenta de que mis niños ya no eran tan niños. No a juzgar por su sensatez y la objetividad con que asumieron lo sucedido. Los había subestimado en todos los sentidos.
Había intentado tenerlos entre algodones y protegerlos del mundo, pero no lo había logrado. Mi pasado volvió a darme alcance, pero aquel día los mellizos me miraron a los ojos y me dijeron que se sentían orgullosos de mí. No avergonzados, como yo me temía.
Estaban orgullosos de mí. Me desmoroné, ni siquiera traté de evitarlo. Soy humano, soy padre, marido. Mi familia es mi mayor debilidad y mi mayor fuerza al mismo tiempo. Vivo y respiro por ellos, y esto es algo que nunca cambiará. Hasta el día en que me muera, ellos serán siempre lo más importante de mi vida.
Vuelvo la cabeza cuando oigo hablar a Alle, la veo entrar en casa con el teléfono pegado a la oreja. Está hablando con un chico. Mi instinto me dice que vaya tras ella y le confisque el puto teléfono, pero me quedo prudentemente donde estoy, a salvo de la ira de mi mujer. Allegra tiene doce años. La cosa no será muy seria, digo yo.
Refunfuño a sus espaldas y meneo la cabeza, centrando mi aten ción de nuevo en el jardín antes de que cambie de idea y vaya a dar le una patada en el culo.
A lo lejos, Santiago lanza pelotas de tenis al otro lado de la red, practicando el servicio.
¿Y yo? Tengo una cerveza en la mano y escucho los terapéuticos sonidos de mi mujer y mis hijos dando vueltas por nuestra casa. Esto es el paraíso. El séptimo cielo de Lali. Aquí es donde debo estar y, una vez más, las Parcas me han traído aquí. Sin embargo, esta vez quiero discutir con ellas. Preguntarles por qué no puedo tener también a John. Pero sería perder tiempo y energía. Y John diría algo como: «No seas una puta nenaza, cabronazo estúpido».
Sonrío, tragándome la inexorable tristeza. A John le cabrearía que me sumiera en ella demasiado tiempo. Que le den por el culo a Nick .
Incluso suelto una risotada por tener el valor de pensarlo. Jamás le habría dicho eso si lo hubiera tenido delante. Pero ojalá pudiera hacerlo. Ojalá pudiera cagarme en él a la cara, y encajaría encantado el tremendo puñetazo en la mandíbula que me soltaría.