Lecho de muerte

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Era 1629 en Sicilia, y el médico Claudio Fabriati y su esposa Úrsula, se encontraban ante el lecho de muerte de Blanca, su hija de once años, intentando prepararse para el momento en que ella falleciera. No importaba cuánto desearan salvarla, tenían que hacerse a la idea de que moriría, pues en su abdomen, la descomposición de la gangrena progresaba minuto a minuto, tornando la piel y la carne de un color negro con bastantes deformaciones y purulencias, y la niña, después de horas de llanto y agonía febril, había quedado deshidratada e inconsciente.

—¡Despertad pequeña por favor! —exclamó Úrsula, la madre de la niña, intentando por milésima vez hacer que su hija reaccionara, y no obtuvo respuesta.

Las larvas que Claudio Fabriati usó para remover tejido muerto, fueron lo mejor que encontró para curar a su hija, aunque desafortunadamente, estas habían muerto también, ya que la infección se encontraba tan avanzada que sus pequeños y escurridizos cuerpos tampoco lo pudieron soportar.

—Dios mío...no sé qué hacer —dijo el médico desesperado, pero con una voz sin fuerza, pues su rostro pálido y sus ojeras denotaban su extenuación.

Después de decir esto, Claudio Fabriati llevó sus dos palmas a su rostro para limpiarse las lágrimas. Ante el hecho cada vez más inminente de que su hija fuese a morir en las siguientes horas, su madre Úrsula, también demacrada y llorando, caminó lo más rápido que pudo hacia el lecho de muerte de su hija, se arrodilló, quitó las larvas de su abdomen para luego tirarlas al piso, y sin importarle el riesgo de que pudiera enfermarse ella también, con sus propios labios intentó succionar la sangre de sus heridas, sin embargo, su esposo la detuvo, porque hubiera sido mortal para ella. 

—No voy a poder soportar su muerte. ¡Por favor, os lo suplico, haced algo! —fue la petición de Úrsula.

Claudio Fabriati, extenuado y sin dormir, había agotado sus últimas ideas para salvarla, porque aquellas larvas muertas habían sido su último recurso. No obstante, estar desesperado le hizo tomar la decisión que había jurado ni siquiera considerar.

—Aún hay algo por hacer...solo me queda ir a la mansión Bencivenni. —dijo Claudio Fabriati, con una voz tan afligida que bien pudiese haber utilizado para recibir una sentencia de muerte.

Súbitamente cesó el llanto de Úrsula, ya que escuchar esto fue como si le lanzaran agua helada con una cubeta, lo que la dejó petrificada por el terror, y aunque segundos antes exigía a su esposo salvar a su hija, ya sabía a qué se refería con ir a la mansión Bencivenni.

—¡Eso nunca! ¡Entonces prefiero verla muerta! —gritó Úrsula llena de convicción, como si la idea de la muerte de Blanca ya no fuera su temor más grande.

—¡No Úrsula, jamás un enfermo volverá a morir en mis brazos! —Sacó el arma dentro del cajón al lado de su cama, la enfundó en su cinturón y salió apresurado de la recámara.

Úrsula gritó para que se detuviera y que dejara morir a su hija en paz, aunque en vano, pues no había forma de detener a su esposo. 



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