El festín eterno

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Media hora después de salir de su hogar, Claudio Fabriati llegó en la oscura madrugada a la lujosa mansión de Bencivenni. Luego de caminar decenas de pasos a través de los majestuosos recintos de la mansión, y de contemplar la enorme suntuosidad y despilfarro de este lugar, finalmente dio con la habitación lujosa donde se encontraba un centenar de jóvenes hombres y mujeres sin ropa riendo y bailando, bañándose en vino que hacían caer de botellas destapadas, donde finalmente pudo visualizar al dueño de la mansión, Orlando Bencivenni, quien se encontraba en una cama abrazado de tres hermosas doncellas desnudas con cuerpos esbeltos pero voluptuosos y también de dos hombres jóvenes igual de descubiertos. 

—¿Podemos hablar a solas? —pidió Claudio Fabriati con nerviosismo.

—Si en vuestra entrepierna no tenéis algo más interesante que lo que miráis aquí, no me molestéis —contestó Bencivenni.

A pesar de su urgencia, Claudio Fabriati no pudo evitar voltear al fondo de la habitación contigua, y observó que estaba llena de adornos de oro y plata de mesas, cuadros enormes de gran calidad y hasta cofres llenos de doblones de oro que yacían tirados en el piso como si fuesen basura, y lo más extraño, era que varios invitados, que también se encontraban desnudos, entraban con bolsas y costales vacíos y no salían hasta que los llenaban de doblones de oro.

—No prestéis atención a aquellos que se van con los bolsillos llenos puesto que regresarán en cuanto se lo acaben de gastar. No quiero que penséis que son vulgares ladrones —dijo Bencivenni —. Ellos saben que si necesitan algo de mí pueden tomarlo, pues mi fortuna es tan inmensa que no escatimo en consentir a mis bellos amantes. 

Claudio Fabriati no podía creer lo que estaba escuchando y menos lo que estaba viendo, pero esto era la prueba inequívoca de que los rumores eran ciertos sobre la obtención de esta legendaria fortuna.

—¿Qué es lo que buscáis de mí? ¿Acaso deseáis fortuna, mujeres, o tal vez hombres?— preguntó Bencivenni, y la negativa de Claudio quedó clara en cuanto movió la cabeza de lado al lado —.  ¿Ah no? ¿Entonces a qué habéis venido? Decidme qué es lo que deseáis. 

—Mi hija está a punto de morir, y quiero salvarla de la muerte.

El médico notó que estas palabras fueron el detonante de un cambio súbito en Bencivenni. Fue en ese momento que Claudio Fabriati se comenzó a arrepentir de no haber hecho caso a su esposa, y haber venido a este lugar.

—Os propondré un trato. Os llevaré ante mi demonio, para que hagáis vuestro pacto para salvar su vida, pero una vez que se encuentre salvada, me entregaréis a vuestra hija para educarla y que se convierta en una de mis esposas.

Al escuchar esto, Claudio Fabriati no pudo soportar la impotencia y la ira porque este hombre se estaba aprovechando de su desesperación para obligarlo a vender a su hija a un monstruo como él. El médico hubiese cedido a su furia y habría saltado impulsivamente a la yugular de Bencivenni para matarlo, de no ser porque la desesperanza le hizo detenerse y comprender que esta era la única oportunidad de salvar a Blanca. El tiempo seguía su curso y Claudio Fabriati tenía que tomar una decisión.

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