10- Promesas que no pueden romperse

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Quizás fue el frío que se coló bajo sus ropas, persistente incluso después de que la lluvia cesó. Quizás fue la amarga conversación con William, quien optó por apartarse del resto, o tal vez fue el tambaleo constante de su mente, abrumada por el torrente de información que la dejó exhausta.

Verdaderamente exhausta.

Dejó escapar todo el aire retenido de sus pulmones. Exhaló enojo, culpa y tristeza porque al final del día, seguía siendo una forastera en aquel lugar, con esas personas, consigo misma.

Y solo, quizás, y solo por esta vez, decidiría ignorar todo lo que la rodeaba para entregarse al sueño. Porque lo necesitaba.

Antes de dirigirse a su camarote, consultó a Ana sobre el estado de Luc. Estaba estable, descansando, por lo que planeaba visitarlo cuando se despertara.

Con la culpa pesando en sus talones, arrastraba los pies, sintiéndose abrumada por haber puesto en riesgo la vida de su amigo. Bueno, no exactamente su amigo, sino un extraño en este mundo. Aunque seguía siendo responsable de haberlo expuesto a esa situación. Como capitana, tenía el control y había sido su propuesta arriesgada la que los había llevado hasta ese punto, tal como William le había recordado.

No había advertido la señal de peligro, actuando impulsivamente y arrastrando consigo todo a su paso. Incluso había provocado la ira del azabache con su descuido. A veces, sentía que por cada avance que lograba, daba tres pasos hacia atrás.

Con los párpados pesados, se encorvó y empujó la puerta, buscando un poco de privacidad en ese nuevo espacio.

Se abrazó a las sábanas, aspiró el aroma de la almohada y cerró los ojos, esperando no soñar. Pero sabía que su mente no la dejaría descansar porque las visiones llegarían de golpe.

Como siempre.

Siempre.

En los salones resplandecientes hasta en las calles adoquinadas, las señoritas debían moverse con gracia y delicadeza, sin desviarse nunca del camino trazado por las normas sociales.

Siempre confinadas dentro de los límites de la alta sociedad, se veían obligadas a seguir un estricto código de etiqueta.

Cada gesto, cada palabra, cada mirada estaba meticulosamente calculada para reflejar una compostura inquebrantable.

La espalda erguida, los pasos cuidadosos, las sonrisas perfectamente ensayadas; debían mantenerse alerta en todo momento.

En la hora del té, eran ellas quienes debían servir con una elegancia exquisita, ocultando tras una máscara de cortesía cualquier indicio de fatiga o descontento. Debían guardar silencio y mostrarse serenas. Amables. Bonitas. Serviciales.

Siempre.

Todo eso le enseñaba su madre, o más bien, la institutriz que había sido su guía en la fina coreografía de la alta sociedad. La Sra. Hargrave.

-Las señoritas siempre alzan el meñique al sostener la taza, mantienen la mirada baja y exudan gracia y timidez en presencia de sus invitados. Un hombre busca una mujer que sepa respetar esas reglas, que sepa situarse y hablar solo cuando sea adecuado.-resonaron las palabras de la esbelta mujer vestida con un delicado vestido lila, que se sentaba con autoridad frente a ella en la mesa del té.

-Meñique arriba.-reprendió una vez más. La pequeña pelirroja obedeció a regañadientes, alzando el meñique con torpeza mientras sorbía el té. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que fuera reprendida nuevamente por no mantener un silencio perfecto.

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⏰ Última actualización: Jun 07 ⏰

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En el corazón del oceano - William Eilish / Billie EilishDonde viven las historias. Descúbrelo ahora