Capítulo 4

94 16 0
                                    

En la tensión de la elección, a menudo se oculta lo que realmente importa.

La mente envenena.

La cocina se llena de una tensión palpable cuando los hombres de traje entran. Todos, excepto uno, irradian una rudeza innegable, como si estuvieran tallados en piedra. Sus miradas son frías y calculadoras, pero entre ellos, uno se destaca como una figura discordante. Aunque comparte la misma vestimenta formal, su presencia es menos imponente. Es alto y algo pálido, con rasgos suaves que contrastan con la dureza de sus acompañantes. Su expresión denota incomodidad, como si no perteneciera a ese entorno.

—Disculpe, señor, pero su padre solicita su presencia en la corporación...— informa, su voz, aunque educada, lleva un peso que parece llenar la habitación.

—Dile que deje de joder...— La voz del sujeto se corta abruptamente, su tono de desdén se desvanece en cuanto sus ojos se encuentran con los míos. Hay un cambio repentino en su expresión, como si acabara de recordar que no está solo, que estoy aquí. Luego, desvía la mirada, y el silencio se apodera de la cocina una vez más, creando un vacío incómodo.

Me quedo pensando en ese breve destello de algo que parecía casi como desconcierto en sus ojos. La inquietud se instala en mi pecho.

—¿Son amigos?— pregunto, más por llenar el vacío que por verdadero interés. La pregunta, una vez pronunciada, me deja con un sabor amargo. En el instante en que las palabras salen de mi boca, me doy cuenta de lo inapropiado que suena. El silencio que sigue es pesado, como si hubiera cruzado una línea que no debía.

—En realidad, trabajo para él...— Responde el hombre pálido, casi en un susurro, como si temiera que alguien pudiera escucharlo. Su voz es suave, pero hay un trasfondo de ansiedad que no puedo ignorar.

El sonido del teléfono interrumpe cualquier posibilidad de continuar la conversación. El timbre resuena con insistencia, un llamado que parece exigir atención. En la mesa, el dispositivo vibra con cada tono, la pantalla iluminada con un nombre que no logro ver.

Su mirada se desliza hacia el teléfono y la transformación en su rostro es elocuente: una mezcla de irritación y molestia.

Con un movimiento brusco, casi mecánico, toma el teléfono y lo guarda en su bolsillo. Se levanta abruptamente, provocando que su silla raspe contra el suelo con un chirrido estridente. No hay despedida, ni siquiera una mirada en mi dirección, solo se aleja, seguido por los otros hombres. El aire queda impregnado con su exquisito aroma, un recordatorio invisible de su presencia que se resiste a desvanecerse con él.

El hombre que informó que su padre lo solicitaba se queda en la cocina conmigo, en silencio. Observo cómo se marchan, sin poder evitar una sensación de inquietud que se instala en mi pecho. La tensión flota en el ambiente, palpable e incómoda. Me pregunto qué habrá ocurrido, qué tipo de urgencia lo ha llevado a marcharse de forma tan abrupta.

Me quedo ahí, parada, sintiendo una punzada de decepción asentándose en mi estómago como una piedra. La indiferencia de su adiós no dicho pesa más que cualquier palabra.

El hombre pálido se disculpa con una sonrisa apenada que no alcanza a ocultar su apuro.

—Disculpe mis modales, señorita. Me llamo Sein —Me ofrece una sonrisa que no llega a sus ojos, como si él también sintiera la tensión.

Cuando finalmente levanta completamente la mirada y me mira a los ojos, noto cómo su expresión cambia. Su sonrisa se congela por un instante, y puedo ver la sorpresa en su rostro. Es como si, por primera vez, realmente me estuviera viendo.

Todo fue una mentiraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora