CAPITULO 3: EL PESAR DE UNA VIDA PERFECTA

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El partido se encontraba en su punto álgido. Aunque se encontraba recitando sus porras casi de manera automática, la cabeza de Susan Ferraris se encontraba en cualquier otra parte menos en el partido y, mucho menos, en las porras sino en varios aspectos de su vida. Posiblemente el ver a Walter fue el detonante de aquellos pensamientos o quizás fue el saber que Dan, el número cinco de los Toros de Louisville y futura promesa del pueblo, quería proponerle casamiento a pesar de llevar un mes como novios. Susan se sentía atrapada en una vida perfecta de la que todos, menos ella, parecían estar orgullosos. Todas las expectativas caían en sus hombros, ella debía ser la chica más linda y popular del colegio, debía de ser la mejor porrista de la escuela y tener un apuesto novio, con un futuro prometedor, con quien tendrían dos hijos junto a una casa en los suburbios de alguna ciudad importante. Donde su mayor obligación sería el criar a sus pequeños mientras se ocupaba de la casa, solo para después sentarse en el sofá a ver "Dallas" o cualquier otra telenovela barata que pasaran por la tele tras haber planchado todas las camisas de su marido. Y cuando llegase a la vejez, ya tendría su cuartito reservado en el asilo de ancianos donde se quedaría hasta el último día de su vida. Sí, toda su vida ya estaba arreglada y adornada pero no era la vida que Susan quería, ni deseaba tener.

Ella quería vivir su propia vida, tomar sus propios riesgos junto a sus propias estupideces. Muchas personas se preguntaban por qué las chicas lindas y listas se iban con los rufianes en motocicletas, pero eso se debía a que esas personas no sabían que los rufianes en moto tenían algo que su vida diaria y aburrida no poseía: un jodido desafío.

El rufián en campera de cuero no solo era un muchacho apuesto sino que les brindaba a muchachas, como Susan, la posibilidad de vivir la vida, de desafiar su destino y sí, ¿Por qué no? De cometer un puto error, maldita sea. Ella también tenía derecho a ser imperfecta, también tenía derecho a cometer una estupidez y disfrutarlo mientras lo hacía, tenía derecho a tener una vida y no un pobre panfleto que servía cómo escusa de vida. Un panfleto que se sentía igual de vacía como se sentía ella en ese momento mientras miraba a Dan dar la patada decisiva a la pelota y hacer la anotación ganadora del mejor partido que pudo tener aquel pueblito durante aquel cuatro de julio, su último partido.

No lejos de allí, los bultos que se encontraban en la camioneta de Bob, al percatarse que estaban solos, se comenzaron a mover saliendo de uno en uno de la camioneta y dirigiéndose a un pequeño almacén abandonado en donde esperarían a que anocheciese y pudiesen salir a pasear.

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