Prólogo

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Una tarde de verano en Dover, condado de Kent, Inglaterra

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Una tarde de verano en Dover, condado de Kent, Inglaterra. Año 1808.

Un tic tac rítmico que venía del viejo reloj, le recordaba que el tiempo no se había detenido. Su espalda permanecía recta y las manos reposaban delicadas sobre su falda. En la pequeña mesa de la sala, que aunque era verano se disfrazaba de aquella oscuridad típica de una tarde de invierno, reposaban las tazas de té y bizcochos de un color tan apagado que daban cuenta del tiempo que llevaban horneados y que una anciana ama de llaves había dejado minutos antes.

Los mullidos sillones donde estaban sentados olían a polvillo, a tiempo y hubiera jurado que apenas los habían descubierto para su llegada. Los gruesos cortinados que en algún tiempo habían sido oscuros borgoñas y ahora palidecían, dejaban apenas ingresar un débil rayo de luz que le hizo percatarse que aún era de día. Ese débil haz iluminaba un sinfín de pequeñas partículas que parecían suspendidas en el aire, moviéndose al son de los nervios de su padre, Richard Lennox, que no hacía más que mover sus pies y resoplar.

Hacía al menos una hora que aguardaban no sabía exactamente qué, pero la premura de su padre en que apurara el paso y se pusiera bonita, le habían alertado que aquello era importante y por eso aguardaban sin reparar en el reloj, sumado a las horas de viaje y al traqueteo del camino que aún percibía en sus piernas un tanto amortiguadas.

Su madre estaba en silencio, como siempre. Una sumisa señora Lennox que apenas asentía a todo lo que su esposo decía y con quien claramente no podía contar en aquel momento, donde las dudas y preguntas revoloteaban su cabeza y se entremezclaban con el deseo imperioso de usar el orinal. No tenía claro cuánto tiempo más permanecerían en aquella casa tan huraña y la idea volvió a impacientarla.

Miró a su madre de soslayo, quien llevaba la taza a sus labios y apretaba el ceño, aguantando alguna maldición, no estaba segura si por el sabor, o quizás por la temperatura.

— ¿Madre?

—Shh, silencio niña —Espetó el viejo señor Lennox y todo volvió a estar en silencio.

Inspiró profundo y pensó en que William llegaría pronto a casa. Quizás su llegada apaciguara los nervios de su padre que hacía una semana llevaba los nervios de punta y un humor insoportable.

Su hermano llevaba dos años lejos de casa. Había emprendido viaje para unirse a la milicia, lleno de sueños y considerando que era la única posibilidad con que contaban para salir adelante y claro que lo había sido. Un año después, tanta labor había dado frutos y todo lo que había podido ahorrar lo había enviado a su padre. El señor Lennox no había tardado en comprar la casa en la que ahora vivían, tierras cultivables y hasta algún navío de transporte al que su hermano había accedido llamarle como ella: "Myla".

William era lo único que su padre consideraba un logro. El hijo varón, el responsable, el educado, el proveedor en su vejez, la ayuda, su orgullo. Ella había sido simplemente "la niña". Así se refería a ella desde pequeña y aquel mote que antes había odiado porque sonaba despectivo, ahora que tenía diecinueve años, había llegado a sonarle indistinto, o quizás su corazón se había endurecido a esas cosas. "¿La niña ha vuelto?" preguntaba cuando el sol bajaba; "la niña tiene visitas"; "niña, vete a tu cuarto"; "niña, no tienes permiso para hablar, estás castigada", y como esos, infinidad. Ya se había acostumbrado y extraño era cuando la llamaba por su nombre.

La Bitácora de los SecretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora