Capítulo 3

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Ruster iba sentado junto a él reclamando y reclamando en su oído que el asiento era incómodo, que hacia calor, que mejor era saltear el trabajo y dejar de ser testarudo; que todo iba a funcionar y que no era necesario hacer aquella ridiculez, que ...

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Ruster iba sentado junto a él reclamando y reclamando en su oído que el asiento era incómodo, que hacia calor, que mejor era saltear el trabajo y dejar de ser testarudo; que todo iba a funcionar y que no era necesario hacer aquella ridiculez, que se comportara como el adulto responsable que ya debía ser. Estaba viejo y achacoso. Murmuraba y hablaba cosas que solo él entendía, pero los ojos de la señorita Lennox estaban prendidos en su conversación, con el ceño fruncido y en completo silencio, seguramente intentando captar algo de lo que hablaban. A Max, aquello era lo que más le llamaba la atención y al mismo tiempo le preocupaba. Myla, preguntaba de curiosa, sin vueltas ni rodeos. Preguntas difíciles de responder sin responder realmente, como acostumbraba hacer en los casos comprometedores. Ella no tenía temor o delicadeza en preguntar como las damas de la aristocracia, capaces de hacerse torcer un pie para que las acompañara a una silla y pudieran sonsacarle cuestiones personales que en algún momento lo pudieran comprometer. Odiaba aquello, quizás porque olía sus intenciones a millas y no le interesaba en absoluto cargar con el peso de una mujer aburrida, pretenciosa e interesada. No deseaba una familia, no quería un hogar ni obligaciones sociales. No quería volver. Fin de la cuestión.

—Fin de la cuestión, Ruster. —El viejo gruñó.

Sonrió y la observó un corto instante. Se había puesto la falda, la blusa de empelada y un delantal en su cintura. Llevaba el cabello recogido para colocar una cofia y algunos mechones caían desprolijos sobre su rostro pecoso. Él volvió a sonreír. Tenía la piel pálida y las mejillas levemente besadas por el sol veraniego, labios gruesos y ojos marrones claros, de ese color común que había visto muchas veces, pero con un brillo tan intenso que los hacía únicos.  Estaba nerviosa y lo notó por la manera en que tocaba su labio inferior con la mano derecha y movía los pies como si dentro del zapato hubiera una hormiga.

—Señorita Lennox, ¿es necesario que repasemos todo nuevamente?— preguntó en un intento de dejar atrás la conversación con Ruster.

—Creo que no será necesario… 

—Creo, creo…  —Repitió como una ironía. —“Creo” no es lo que espero que me responda, debe ser certero.

—No será… —Fue interrumpida apenas comenzó la frase con el repaso pormenorizado de lo que ya había dicho y explicado varias veces.

—Ruster la acompañará hasta la casa, cuando llegue allí ingrese por la parte posterior. El mayordomo está al tanto de todo. Evite, si es posible, las conversaciones innecesarias con el resto de los empleados. —Myla rodó los ojos notando la ironía en sus palabras respecto a mantenerse callada —Busque la llave, no descanse, no duerma si es necesario y cumpla con el trabajo. Esta noche estaré en la casa a la hora de la cena. Evite ser descubierta, y no se aparte del plan, nunca. Nunca.—enfatizó —¿Entendido?

—Sí entendí, señor. —Respondió molesta  y Max contuvo la sonrisa, pues se le antojaba divertido provocarla.

—Muy bien. Ruster la recogerá al caer el sol. No se retrase.

Asintió y escasos minutos después, el carruaje se detuvo a la vera del camino. Descendió con el viejo y ambos observaron a Max alejarse.

—Vámonos. —gruñó el hombre, y avanzaron adentrándose en el campo. Luego de  unos cuantos minutos de caminata, del otro lado de un pequeño bosque, aguardaba una vieja calesa. Pensar que la caminata se extendería mucho más, sumado al sol de verano que daba de lleno sobre sus cabezas y los incómodos zapatos, la tenían apesadumbrada, por lo que ver un medio de transporte, por desvencijado que estuviera, le aliviaba. Verla, le alivió.

El traqueteo del camino, sumado a la incomodidad y el tiempo que llevaba sentada sobre las maderas desvencijadas de la calesa, le hacía sentir en su espalda y la cintura una rigidez dolorosa insoportable,  que pedía a gritos que el recorrido terminara pronto.
Había intentado entablar  una conversación con Ruster, pero había sido en vano. Simplemente no hablaba, no emitía más que gruñidos que parecían sonar como “Aha” y un par de respuestas cortas sobre cómo había conocido a Max, cómo habían llegado a trabajar juntos y cómo era su relación: “Desde hace años”, “Porque le tengo cariño al desgraciado”, “Yo diría padre, hijo”. Exactamente esas palabras había utilizado. ¿Sería que realmente Ruster era padre de Max? Quizás era bastardo y prefería ignorar aquella relación, pensó Myla. Más preguntaba, más deseaba saber, más confundida estaba. Prefirió guardar silencio y luego de algún tiempo, pudo ver a lo lejos la preciosa mansión de los Harlow que se erigía delante de ella.

—Recuerde las palabras de Max. No se aparte del plan ni un poco. Mañana estaré aquí mismo cuando caiga el sol.

—¿No va a darme un arma o algo de defensa? —Aquella duda la había tenido en vilo toda la noche. Pronunció aquella pregunta con seriedad y  al mismo tiempo se oyó  como un temeroso susurro. Hubiera jurado que Ruster sonrió.

—No será necesario, señorita Lennox. Ante cualquier imprevisto, Max estará aquí en la noche. —Tragó nerviosa y asintió.

Volvió su mirada hacia la casa que estaba frente a ella, sintiéndose como una pequeña pulga y no sabiendo de que manera comenzar con su tarea. Tras ella, la calesa de Ruster se alejaba. Conservaba el alivio de saber que Max estaría aquella noche allí y continuó la marcha.

Tal como le habían indicado, tomó la puerta trasera de la y fue recibida por el mayordomo, quien sin demasiado palabrerío la presentó al resto del personal como Dana Drilcoll y le dio una cofia y un delantal. No faltaron susurros y leves toques por lo bajo, pero prefirió ignorar aquello y concentrarse en el trabajo indicado.

—Dana se hará cargo de la biblioteca, las chimeneas de la sala y del salón de caballeros.

Tomó los cepillos y los observó uno a uno, intentando dilucidar cuál iba primero y cuál después. Tragó saliva y miró alrededor. Estaba nerviosa y alterada, aquello ya se complicaba y ni siquiera era su encargue o el motivo principal de su estadía en la casa, pero si debía buscar una llave, eso haría.

—¿Dana, verdad? —una muchacha regordeta la observaba con ojos vivaces y amplia sonrisa. Tomó los cepillos y mientras asentía, avanzó en búsqueda de la chimenea de la sala. —Hoy será un día caluroso y con demasiado trabajo. La señora estará insoportable como cada día desde que comenzó el verano…  Aún no has oído sus gritos, pero te aseguro que pronto comenzará a sonar la campana para que apuren los desayunos.

Se recordó a sí misma que no debía conversar más de la cuenta, pero eso no significaba que no podía sacar provecho de la muchacha conversadora. Aclaró su garganta y, mientras tomaba un plumero y recorría los cuadros y adornos de la sala para quitarles el polvillo, indagó.

—¿Y Lord Harlow? ¿Se encuentra en la casa?

—Poco le importa si hay polvillo en los adornos, créeme que no tendrás problemas con él.

—¿No pasa tiempo aquí?

—Claro que sí, pero no tiene la obsesión y el tiempo libre de la señora. Apenas se soportan —suspiró —Mientras tenga brandy y cigarros en la sala de caballeros, lo demás poco ha de importarle.

—El salón de caballeros… —Repitió aquel pensamiento en voz alta. Quizás allí era donde guardaba la llave. —Mejor voy a comenzar por allí para asegurarme que todo esté en orden. Avanza tú por aquí.

—Pero la señora…

—No te preocupes que en cuanto termine allí, me haré cargo de este sector.

La muchacha asintió aunque le había hecho poca gracia quedarse allí como responsable ante la posible aparición o reclamo de la señora Harlow, pero a Myla poco le importó. Debía encontrar la llave y esa sería su prioridad ante cualquier otra cosa.

Apenas ingresó al salón, el profundo olor a cigarro, impregnado en cortinas, tapizados, alfombra y en la madera de todo el mobiliario, la invadió haciendo que llevara la mano a su nariz y contuviera el revoltijo en su estómago. No podía concebir que alguien disfrutara de estar en un lugar semejante.

Dejó los cepillos y paños a un costado, abrió un poco la ventana y revisó cada rincón, cada cajón y detrás de todos los adornos y cuadros. Nada, no había señal alguna de la llave. Si no estaba allí seguro sería en el escritorio o en la habitación principal de la casa, pensó.

Miró hacia la puerta principal, sopesando sus riesgos y se aventuró por el pasillo, esquivando a los demás empleados. Entornó la puerta de cada sala hasta que se encontró con el escritorio. Un salón amplio aunque en penumbras, pues aunque tenía grandes ventanales estaban cubiertos por un grueso cortinado marrón, a tono con la madera que revestía la pared y que daba aquel aspecto de sobriedad y aburrimiento. Corrió levemente la cortina, permitiendo que algo de claridad ingresara y se lanzó sobre el escritorio en busca de la llave o cualquier caja que pudiera contenerla. El segundo cajón de la derecha fue imposible de abrir, tenía la cerradura e imaginó que era la famosa gaveta que contenía importantes cosas. Inspiró hondo imaginando los posibles secretos que guardaría el señor de la casa y que a Max tanto le interesaban, que sin dudas  debían comprometerlo lo suficiente como para ofrecer una buena suma de dinero. Aquel pensamiento la distrajo, llevándola a su casa, a su hogar, a sus cosas y al precio que su padre le había puesto.

Estiró los dedos detrás de un viejo retrato y oyó el suave ruido de lo que parecían unas hojas. Lo descolgó con cuidado mientras una gota de sudor se deslizó por su sien. Tal como había presentido, unas partituras y algunos papeles más se escondían allí, sujetos a la parte posterior. Los sostuvo entre sus manos un instante intentando leer algo que pudiera ser útil a Max, hasta que se oyeron pasos en el corredor y obligada por las circunstancias apremiantes, dejó todo en su lugar y rápidamente colgó el retrato donde se encontraba, con el corazón latiendo desbocado.

Aquellos  pasos se hicieron más cercanos y casi trastabillando por la prisa, recogió los cepillos disponiéndose a ordenar y limpiar la chimenea antes que ingresaran y pudieran  llamarle la atención.

Un hombre de unos treinta y cinco años, alto y obeso, entraba  molesto. Su abultado vientre parecía escapar de sus pantalones y las mejillas rosadas delataban su gusto por la bebida.  Se detuvo y la observó un instante con el ceño apretado, quizás incómodo de encontrarla allí en ese instante en que algo lo había irritado.

—Retírese. —Ordenó sin volver a mirarla, y se limitó a obedecer aunque tan rápido como había recogido los cepillos, se escabulló por la puerta de la biblioteca y asomó un ojo por el espacio que quedaba entre la puerta y el marco.

No se movía y apenas respiraba para no ser descubierta. La puerta frente a ella se abrió y vio al mayordomo dejar una bandeja con una copa y una botella.

—Encárgate, Wilson, que nadie me moleste. Si la señora pregunta por mí, dile que no estoy disponible y que me da igual el menú que elija. Asegúrate de preparar el salón con buena bebida y muchos cigarros. Recuerda que todo debe estar listo para el viaje.

—Por supuesto, señor. ¿Se le ofrece algo más?
Lo despidió con un movimiento de la mano y apenas se sintió solo, subió las botas sobre el escritorio y se recostó hacia atrás  mientras encendía un cigarro. Myla sudaba y rogó que el humo que largaba por la boca no le provocará tos.

Él se revolvió incómodo en el sillón y finalmente se puso de pie para aflojar el cinturón que le apretaba mientras daba una larga pitada a su cigarro. Una delgada cadena dorada que sujetaba una llave pequeña y un reloj, brilló colgando de su bolsillo. Volvió acomodarla en su lugar y la mirada  de Myla se encendió al observarla, mientras su corazón palpitaba más rápido aún, preguntándose si aquella era la que necesitaba y cómo haría para quitársela  sin ser vista.

Vio al gran hombre aproximarse al retrato que instantes antes había ella tocado y extendiendo su mano por detrás, constató que todo estuviera en orden, e inspirando profundo volviera a su lugar, caminando con dificultad y subiendo sus pantalones ahora levemente flojos.

La puerta se abrió de un golpe que la sobresaltó haciendo que llevara su mano a los labios.

—¿No piensas salir de esta guarida? —La señora apoyaba una mano en la madera del escritorio mientras con la otra movía el aire alrededor para que el humo del tabaco se disipara.

—¿Qué quieres ahora, mujer?

—Que al menos te dignes a avisar de tus invitados con tiempo para preparar la casa. Aún no terminan con la limpieza de la sala y mira la hora que es. Estoy hastiada de Wilson que no hace más que cubrir tus espaldas…

—Deja a Wilson en paz… —Aquella expresión exaltó aun más a la mujer.

—Es lo único que faltaba…  Ahora defiendes a un simple empleado que para colmo de males no hace su trabajo como es debido.

—¿Qué te ha hecho ahora el pobre hombre? —mientras continuaban la lista de reclamos, salieron del recinto dejando el cigarro aún humeando en la cigarrera. Myla se apresuró y en cuanto las voces menguaron, tomó los papeles detrás del retrato y los guardó entre sus ropas, para abandonar el lugar antes de que Harlow regresara.

La Bitácora de los SecretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora