Capítulo 9

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Con suma cautela, caminó de puntillas por aquellos corredores que, según recordaba, atravesaban el salón del desayuno y llegaban a la puerta este de la casa, acabando en el jardín trasero de Hill Manor

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Con suma cautela, caminó de puntillas por aquellos corredores que, según recordaba, atravesaban el salón del desayuno y llegaban a la puerta este de la casa, acabando en el jardín trasero de Hill Manor. 

El bullicio del salón menguaba a medida que avanzaba y debía ser lo suficientemente sigilosa para no llamar la atención de la misteriosa mujer, y, al mismo tiempo, lo suficientemente rápida con aquellos zapatos nuevos que le hacían doler desde el pie hasta la coronilla, para no perderla en el camino.

No tenía idea qué diría si llegaba a ser descubierta pero sin dudas sería algo respecto a su presunto malestar, anterior a la cena.

No podía ver con claridad el color del vestido, quizás blanco, como el de Julia; tal vez lavanda, como el de Emily, o beige como el de Sophia Lawrens. Esta última era su última opción en cuestión de probabilidad, pues no se despegaba de Max ni por un minuto y dudaba que se aventurara en las oscuridades de una casa que no le pertenecía.

Vio la claridad tenue de una luz que doblaba la esquina del corredor y supuso que habían tomado una vela del candelabro y se aproximaban a la salida. Oyó la puerta cerrarse levemente por lo que  apuró los pasos para que no se escurriera entre la noche y que pudiera perderla.

Atravesó gran parte del jardín acercándose a las caballerizas, pero tal como lo pensaba y debido a que sus zapatos se hundían en la hierba mojada y la tierra revuelta, para su infortunio, la había perdido en las penumbras. Apretó sus labios molesta y maldiciendo no tener sus viejos zapatos con los cuales sin dudas hubiera sido más ágil. Pensar en si misma de aquella manera y reprochárselo, solo le recordó las palabras de su padre: “Niña, qué lenta eres”, “Has heredado lo tonta de tu madre”. Tal parecía que tenía razón, al menos en lo lenta, pensó; y quizás también en todas las veces que le había dicho “Niña, eres tan inútil que no se te puede mandar nada”.

No podía si quiera, seguir a alguien en la noche que iba con un vestido tan largo e incómodo como el de ella misma. Volvió a mirar en todas direcciones y entonces se dio cuenta cuán lejos estaba de todos y que no tenía ni idea si acaso perseguía a una asesina, pero si tenía claro que estaba en aquel sitio a merced de quien fuera. Un escalofrío la recorrió por completo y volvió la mirada al frente, debatiéndose entre la idea de regresar o continuar la caminata con la ilusión de volver a ver las misteriosas muselinas.

Susurros alcanzaron sus oídos, provenían de atrás de la arboleda. Inspiró profundo, temblaba y su piel estaba erizada por los nervios. Algo dentro de sí, llamado cordura, le suplicaba que regresara de inmediato y otra cosa innata en sí misma, le alentaba a aproximarse y constatar de qué se trataba, o se  reprocharía toda la vida ser tan cobarde.

No quería afirmar que su padre tuviera razón también en aquello aventurándose por la segunda opción y aunque sus pisadas eran pasadas, se acercó lo suficiente para ver  dos siluetas. La señorita a quien seguía, a quien no podía ponerle aún nombre; y un hombre que le abrazaba cariñosamente.

La Bitácora de los SecretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora