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Camino por las oscuras calles de Amarella Playa Baja y mi en mi mente sólo hay pensamientos sobre aquel chico, puede sonar raro, pero aparte de que es el más extraño que he conocido en toda mi vida, me inspira mucha confianza.

Las luces neón de un viejo antro que parece caerse a pedazos titilan frente a mí; se me retuercen  los intestinos sólo de pensar en las atrocidades que suceden  allí adentro.

- Bueno verte de nuevo.—me saluda con un notable sarcasmo el hombre que resguarda la entrada.

- ¿Puedes llamar a Lyn? —le pregunto cortante, a pesar de que este chico parece ser inofensivo me produce una sensación de peligro que me impide bajar la guardia.

- ¿Tengo cara de ser tu mensajero? —respondió el hombre cortante empujandome a un lado para dejar pasar a un grupo de mujeres con vestidos minúsculo.

- ¿Lo harás o no? — trato de lucir firme aunque el temblor involuntario de mi cuerpo me delate.

- Está con el patrón, arriba —contestó señalando hacia el segundo piso con desdén, sé lo que sucede en esos cuartos privados, no hay que ser muy inteligente. Me sentí asqueada de inmediato.

- ¿Sabes si va a tardar? —pregunté ilusa, esperando una respuesta coherente del  hombre estoico frente a mi.

-Déjame voy a tocarle la puerta al patrón para saber. — Responde irónico.

- Dile que vine —le pido esperando un atisbo de humanidad de su parte.

- No le diré una mierda, lárgate de aquí —dice empujándome lejos para dejar pasar a otro grupo de personas.

Consumida por la ira empecé mi marcha rumbo a la pensión, diciéndome a mí misma que jamás volvería a este lugar.

Todo rastro de felicidad que hubiera tenido en el día ha desaparecido. Esta es mi realidad,  desearía poder escapar de ella.

Disfrutaba de la libertad peligrosa que me otorgaba ser la hija de la zorra favorita del patrón, podía caminar sola por estas calles a media noche, sintiendo las miradas furtivas en cada esquina pero pisaba fuerte y con confianza porque era intocable.

Al llegar a la pensión las quejas de dos vecinas me recibieron como un coro desafinado, se lamentaban de una tubería que llevaba meses goteando. En mi cabeza sólo rodaba el pensamiento de que estas señoras debieron ser internada en un psiquiátrico en el momento en que sus hijos murieron.

—Ems, linda, tu madre prometió arreglar esa gotera hace una semana y ahora cae justo sobre mi nevera. —Se quejó la señora de cabello rubio y uñas pintadas de rojo.

—Y yo estoy enferma por la humedad, tengo problemas de la presión, no puedo soportar esto —se unió la otra vecina cuya presencia era casi nula en mi vida cotidiana porque su departamento queda al otro extremo del mío.

—Señoras, ustedes ven a Lyn más que yo, si tienen quejas, hablen con ella. —Respondí con frialdad antes de cerrar la puerta de mi departamento.

El día no podía empeorar, o eso creía hasta que la oscuridad se tragó la luz del lugar. Nos habían cortado la electricidad.

SAAVANA DAALÉ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora