Me despertó el ruido del tumulto, las voces conversando que traía el aire por la ventana y la música. De las luces del día que entraban por las ventanas no me había dado ni cuenta. Por el paisaje que se presentaba delante de mí -las camas destendidas y nadie a mí alrededor- los otros tres compañeros con los que compartía habitación ya se habían levantado. Sentí entonces que la puerta se abría de par en par, de forma violenta y di un salto de la cama que me dejó perplejo. A penas si acababa de despertarme.
–¡Ya es hora de levantarse dormilón! -Me dijo Tomás, a quien hubiera querido partirle la cara revoleándole mi teléfono.
–¿Qué hora es? ¿Por qué me despertás de esa forma? –Dije yo.
Era tarde. Casi medio día. Me había perdido toda la mañana. Todas las competiciones de los chicos de quinto año -en la que comenzaban a adivinarse los futuros grandes prospectos del año siguiente- habían terminado y las mesas para comer ya estaban listas. Incluso varios de los colegios ya se encontraban comiendo. Comencé a vestirme a toda velocidad, mientras le gruñía a Tomás por haberme despertado. Estaba enojado, hasta que lo escuché decirme que no era mi despertador y que más bien tenía que agradecerle el haber podido dormir. Me recriminó que estuve casi toda la noche dando vueltas en la cama.
–¿Y vos qué sabés? –Solté.
Se quedó mirándome. Me contestó que no los había dejado dormir con mis susurros, con mis canciones -se me daba por tararear canciones cuando estaba desvelado- y que más allá de eso habían sido buenos. Creyeron que, teniendo una competencia por la tarde, era mejor si tenía la posibilidad de dormir un poco. Yo estaba profundamente enojado. Había perdido toda una mañana de posibilidades de encontrarme con Camila -y esa era la verdadera razón de mi enojo-, pero no se lo había contado a nadie. No podía estar enojado con ellos que, a fin de cuentas, habían pensado en mí y en mi posibilidad de tener una buena competencia.
–Perdón. -Le conteste avergonzado.
–No pasa nada. A ninguno de nosotros nos molesto, pero más te vale que esta tarde quedés al menos entre los tres mejores.
Mi disciplina era la jabalina. Tenía, al menos, el récord de mi colegio. Cuando estaba en cuarto año había logrado lanzar la endiablada vara a una distancia de 52,5 metros. Bastante lejos quedaba de la marca mundial juvenil de la australiana Mackenzie Little, que en el 2013 había logrado, con 16 años, unos increíbles 61,47 metros, pero, como digo, era el mejor de mi escuela en esa disciplina. No había vuelto a alcanzar esa marca, pero me tenía fe. Al menos un segundo o tercer lugar podía lograr, con suerte. El año anterior los profesores me habían hablado de la gran pérdida que significó no tenerme en el torneo y eso me motivaba lo suficiente como para tratar de romper, o al menos igualar, esa marca.
Me acerqué a las mesas, me senté con mis compañeros y me tragué, casi sin masticar ni sentir el sabor, el pollo con papas hervidas que habíamos traído para nuestra escuela. "¡Almuerzo de campeones!" -me decía Tomás, mientras agitaba las manos con fuerza. Yo asentía con la cabeza, pero no podía pensar en otra cosa que el dolor por las ojeras y el excesivo hambre que tenía. Él me agarraba los brazos y los levantaba para que me sumara al festejo y yo lo dejaba hacer. Igualmente, me carcomía por dentro haber perdido toda la mañana. Nadie en ese lugar podía entender la impotencia que estaba sintiendo -quizás, tal vez, ella- y no perdí tiempo en recorrer con mi mirada toda la mesa de los estudiantes de San Manuel. Mis ojos iban y venían, al punto de que logre retener en la memoria los rostros o contexturas de todos los que estaban sentados. Camila no estaba, Calíope tampoco. Era evidente que si estaba una, tenía que estar la otra.
Sentía una fatiga tremenda. Toda mi energía se estaba yendo en la simple posibilidad de encontrarme con esos ojos, de poder experimentar la alegría de cruzarme con esa sonrisa. Pero no podía permitirme quitar el foco de lo importante, de lo que mis compañeros necesitaban, que era la concentración necesaria para la competencia que se llevaría a cabo a la tarde. Nuestro capitán, que era Julián, se acerco a nosotros y nos pidió que después de almorzar nos reuniéramos en el patio trasero de la escuela. Quería comentarnos como había estado y que había sucedido la noche anterior, en la pre-competencia. Su semblante no era bueno, pero me dije a mi mismo que primero estaba la buena alimentación y después podía preocuparme por lo demás. No era el único.

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Camila Mayo
Любовные романыEn un encuentro de atletismo juvenil Augusto conoce a Camila y ambos se enamoran, aunque ella parece tener muchos secretos y muchas cosas que resolver. ¿Podrá Augusto hacerse cargo de la verdad una vez salga a la luz?