Capítulo XI

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Volví a mirar al suelo, a aquel pájaro plateado y respiré. Se hizo un silencio dentro y fuera de mí y cuando volví a levantar la mirada vi y escuché lo increíble. Las gradas se habían levantado, toda la gente se había levantado y gritaba mi nombre. Caían papeles picados y los aplausos se multiplicaban entre todos los presentes. Gritaban mi nombre. Mi nombre. Estaban conmigo; de mi lado.

Volví a mirar la jabalina. La tomé entre mis manos y sentí su frio recorrer todo mi cuerpo. Algo paso dentro de mí, hubo un quiebre y lo supe.

—Esta es la última vez que te lanzo en mi vida, querida amiga. Se acabó. No más. Así que dame una buena hoy y terminemos bien esta relación.

Tome impulso, corrí hasta la línea de cal y la pise suavemente, sintiéndola bajo mis pies, arquee mi cuerpo por completo y estire mi brazo lo mas que pude hacia atrás. A la vista de cualquiera estaba por lograr un tiro excepcional, pero justo antes de soltar la jabalina sentí un pequeño calambre en la pierna, lo que me desestabilizó. Aun así, para cuando me di cuenta de mi posición demasiado desdoblada la jabalina ya se encontraba en el aire.

"Demasiado al medio" —Pensé. "Que el aire compense, que se levante, que se levante". Pero estaba demasiado baja. El aire compensaba, pero si no empezaba a subir sería difícil pasar más allá de los 40 metros. No se levanto. Cuando cayó, emocionados, los fiscalizadores habían tenido que ir hasta el lugar de la caída con un metro para poder medir y resolver lo que sus ojos veían. Casi toda aquella muchedumbre, que eran muchos incluido yo, fuimos detrás de ellos. 40 metros. 40 metros exactos medidos con regla. Me había quedado a dos metros de superar el tiro de Roa. Un tiro que hubiera podido superar en cualquier otra oportunidad, en un día común de entrenamiento, no se me había dado esta vez y era la última. No volvería a tener ese maldito metal entre las manos.

Miraba la jabalina clavada, con total confusión y no podía entender que había sucedido. Fruncí el ceño. Había tenido tres tiros para superar a aquel idiota y había fallado. Un día malo lo tiene cualquiera, pero maldecí por dentro mío que tuviera que ser aquel. Camila se acercó a mí para abrazarme y decirme que estaba todo bien, pero yo me sentía terrible. Sentía que le había fallado. No podía creer como Roa se había podido salir con la suya. Fue todavía peor cuando vi que él estaba sobre la línea de salida, rodeado de sus amigos. Estaba imitando todo lo que había sucedido y se burlaba de mí y de todos nosotros. Jugaba a que fallaba el tiro y lloraba.

Me encolericé y me puse completamente rojo, apreté con fuerza mis manos y cuando estaba por salir disparado hasta donde estaba para romperle la cara sentí una mano sobre mi brazo. Por un segundo respiré y giré mi cabeza, para encontrarme con el rostro de Margarita, que me miraba con una dulzura y una compasión que helaba la sangre. No la había visto aparecer ni llegar. Sus manos estaban calientes.

—No vale la pena hijo. —Me susurró, como una madre que libera a su pequeño de la tortura innecesaria.

Me quede ahí, pensando un rato. Reflexionando sobre todo lo que había pasado, mirando a aquellos estúpidos como se reían de mí y se burlaban. Dejé que el aire pasara por mis pulmones. La gente estaba ahí, conmigo, rodeándome a mí y a Camila. La pequeña burbuja del pavo no se comparaba en nada a lo que yo había logrado, pero la empatía no era suficiente para sentir que la verdadera justicia existía. Porque lo que sentía era eso, una colosal e incómoda injusticia que me corroía. Me di vuelta y mire a Margarita.

—Sí. Ya sé que no vale la pena. Gracias.

Me soltó y le dije a Camila que todo estaría bien. Me despegue de ella y me fui caminando hasta donde estaba Roa, que me vio llegar, con total tranquilidad, con la victoria en su sonrisa y en sus ojos, con el semblante de un dios.

Camila MayoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora