Cuando Haroldo ya había comenzado y todos estaban prestando atención al momento, con las luces bajas, con el reflector mostrándolo en primer plano y con aquella muchedumbre conteniendo la respiración, me escabullí por el pasillo. Agachado me dirigí ciegamente hasta el telón azul que descansaba al fondo del salón. Lo crucé cuidadosamente, porque del otro lado las ventanas absorbían toda la luz de la tarde. En unos pocos segundos ya estaba parado en el comienzo de las escaleras que llevaban al piso superior. Me sentía como mareado, con mariposas en el estomago y la mezcla de nerviosismo y la ansiedad hacía que me transpiraran las manos. No estaba seguro de cómo iba a actuar cuando ella llegara y eso solo me generaba más tensión. Esperé unos minutos, que parecieron ser más largos que todo el viaje desde El Silencio y estaba por arrepentirme de haber ido hasta ahí y volver a mi asiento, cuando escuche que alguien bajaba las escaleras.
Me quede mirando hacia ellas, conteniendo la respiración -ante el temor de que fuera algún docente- mientras mis manos no paraban de transpirar y mi corazón estaba por salirse de su lugar. Finalmente la vi aparecer, toda vestida de rosa y dorado, con su precioso exceso de maquillaje que, por más que fuera mucho, no ocultaba su rostro completamente enrojecido. Vi que las piernas le temblaban y morí de amor. También me temblaban a mí y casi ni me di cuenta de que, de un momento a otro, estábamos frente a frente.
Sus ojos se fijaron en mí, grandes y verdes como un océano y ya dejé de sentir lo que pasaba alrededor. Ya no escuchaba la disertación de fondo, ni podía ver la luz entrando por las ventanas. Mi corazón ya no se salía de mi pecho, porque, en su lugar, podía sentir el corazón de ella, tan cerca que hasta lo escuchaba latir y lo sentía abrazarme. Me quedé sin palabras, sin aliento, sin respiración y cuando parecía que algo iba a romper con aquel hechizo, que hubiera deseado no acabara nunca, cerré mis ojos y me deje llevar por ese océano de sus ojos.
Automáticamente después, sus labios se posaron en los míos. Lo último que vi fueron sus verdes iris, recorriéndome por dentro y lo primero que sentí fue la humedad y el calor de su saliva. Nuestras respiraciones se convirtieron en una sola y nuestros brazos se entrelazaron, como si no existiera un principio ni un final en ninguno de los dos. Temblábamos. Fue increíble. No hubiera esperado que ese momento fuera tan especial. Todo su calor me invadió y todo a mí alrededor comenzó a dar vueltas.
Después de unos segundos, nuestros labios se despegaron. No sabía si los míos eran míos o de ella y con su grave voz, llena de dulzura y una suavidad en la que podría haberme acunado para dormir, me dijo que me había extrañado. Yo pude apenas contestarle que también y, al contrario de lo que había pasado en los pasillos con Roa, me sentí inmenso, lleno, gigante. Había valido toda la pena la espera y pude reconfirmar aquello que ya sabía, pero que sentirlo verdaderamente era una revelación.
La miré, nuevamente, hundiéndome en aquel verdor intenso y le confesé, con toda mi sinceridad, que estaba perdidamente enamorado de ella. Lo que pasó después fue tan hermoso como confuso, no podía salir de mi asombro. Aquel día nada estaba siendo como yo pensé, aunque lo había intentado imaginar en mi cabeza miles de veces. Camila agarro mis manos y me di cuenta de que las de ella estaban tan transpiradas como las mías. Eran cálidas, ásperas y seguía temblando. Me miró y sus ojos se comenzaron a poner vidriosos. Ese verde se volvió más intenso, tangible, real, cristalino. Comenzó a llorar y me abrazó sin decir una palabra. Lloró tiernamente en mis hombros -no como alguien que sufre, sino como alguien que es feliz-, y me dejó impregnado todo el perfume de su piel en la ropa.
Repentinamente su teléfono comenzó a vibrar y, pidiéndome disculpas, vio que recibía varios mensajes de Calíope. Arriba se habían dado cuenta de que faltaba Camila y los profesores preguntaban por ella. Cali les había dicho que había bajado para ir al baño, pero estaban impacientes, porque ya tardaba demasiado. Me pidió disculpas nuevamente y le respondí que no había problema, que estaba todo bien. Antes de irse volvió a besarme, de manera más intensa y dulce que la anterior, pero con el agregado de que, a la dulzura de sus labios, se agregaba lo salado de sus lágrimas. Aquello me hizo sentir que toda ella se fundía enteramente en mí y todo yo en ella y que nos pertenecíamos, que éramos uno para el otro. Le dije que la amaba y mirando mis ojos me respondió que también, mientras las lagrimas volvían a caer de sus ojos de manera compulsiva. La vi subir, esforzándose por no llorar y me dejo allí, flotando y no supe reconocer cuanto tiempo había pasado hasta que volví a mi asiento. Supongo habrá sido mucho, porque ya había terminado Haroldo y Paco. En ese momento hablaba Margarita y alcancé a llegar a tiempo para aplaudir y ver como las luces se encendían, sin que nadie -por suerte- hubiera notado mi ausencia. Sentía en mi boca su sabor y en mi ropa su perfume y me sonreía para mí mismo, repleto de felicidad.

ESTÁS LEYENDO
Camila Mayo
RomansEn un encuentro de atletismo juvenil Augusto conoce a Camila y ambos se enamoran, aunque ella parece tener muchos secretos y muchas cosas que resolver. ¿Podrá Augusto hacerse cargo de la verdad una vez salga a la luz?