Capítulo IV

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Mi primer lanzamiento midió 35,6 metros. Fue un desastre. Me refregué el rostro como si tuviera algo y suspiré varias veces. Me miraba el brazo derecho, articulaba la mano buscando una respuesta y volví a lanzar. El segundo lanzamiento midió 36,8. Otro gran fracaso. Las gradas -pequeñas de ese lado y casi completamente llenas por estudiantes de mi colegio y de San Manuel, que eran los anfitriones- comenzaron a murmurar. Se suponía que nuestro colegio tenía sus buenos créditos en esa disciplina -el año anterior habían hablado de mí, lo que servía para alimentar expectativas- pero no lo estaba demostrando. Vi caer poco a poco unas gotas de transpiración desde mi mentón y me las limpie enojado, pensando que no tenía merecido transpirar. No estaba haciendo una buena competencia.

Miré a las gradas, esperando recibir un poco de apoyo de mis compañeros, que gritaban y agitaban nuestra bandera con vigorosa fuerza, pero no pude sentirme mejor, no lograba concentrarme. Mire mi polo y la insignia de mi colegio, buscando el sentido de pertenencia y después volví a mirar a las gradas. Al lado de nuestros estudiantes, el colegio San Manuel también gritaba y también estimulaba a cada participante que veían. Era una auténtica demostración de fairplay. Me sacaron una sonrisa y cuando estaba preparándome para agarrar la tercera jabalina, mi moral estallo por los aires. Aquellos gritos, aquella música y las voces parecieron esconderse, apagarse de a poco, pasar a segundo plano, diluirse en el ambiente, cuando volví a encontrarme con los ojos de la persona que había tocado mi alma.

Camila estaba ahí. En las gradas, cercana a sus compañeros de San Manuel. La veía gritar mi nombre, lo veía en sus labios y sus manos aplaudían a aquel ser que se sentía tan pequeño delante del campo infinito lleno de números que se apagaban en el horizonte. Su iluminada sonrisa y sus blancos dientes se volvían música en el apagado tumulto. Cuando reparó en que yo también la estaba mirando, dejo de aplaudir y me saludó, con un muy tímido y pequeño gesto de su mano, con unos pómulos tan rosados que parecían estar a punto de explotar. Me sentí increíble, o más bien, me sentí gigante. De pronto ya no era uno más de los estudiantes que ese día desaparecerían entre los nombres infinitos de los deportistas.

Lancé un pequeño suspiro, está vez de placer, tomé la jabalina con mi mano derecha, apreté fuerte aquel pedazo inerte de metal y tomé carrera. Suspiré nuevamente y corrí, corrí imaginando que mis pies se convertían en los pies de ella, que mi cuerpo era su cuerpo moviéndose en la noche, que podía volar. Se secó mi boca en el exacto instante en el que alcance la línea de cal -casi pude sentir el aroma ferroso de su polvo, que se volvió el perfume más rico solo porque ella estaba entre el público, viéndome. Bajé y posicioné el brazo y con un delicado gesto me abalance hacia adelante y solté la jabalina...

20 metros, 30 metros, 40 metros, 50... El público ahogo un grito y quedó en completo silencio hasta el momento en el que la jabalina cayó. Al caer, explotaron los vítores. 54,5 metros midió mi último tiro. Lo que no solo significaba una marca imposible de igualar por los otros colegios, sino un gran primer puesto. Fue el único logrado ese día y ese año por nuestro colegio y la ruptura total de mi propia marca. Estaba feliz.

Mirando adelante, sin entender que estaba sucediendo, anonadado por ese paisaje llano que colindaba con las montañas y el azul cielo que bañaba mi frente, me encontré completamente solo, en completa tranquilidad y lloré. A lo lejos veía mi jabalina clavada. Más lejos de la que jamás la vi. Cuando me di vuelta pareció como si alguien hubiera subido el volumen y las gradas resonaron en una emoción que no pude contener, más un apabullante latir de aplausos. En lo único que repare fue en Camila, que me sonreía, que me miraba fijamente, que parecía extasiada conmigo. Como yo con ella. Después, súbitamente, se fue. Desapareció, pero ya no podía pedir nada más esa tarde.

No podía pedirlo y tampoco se nos dio. Las últimas dos competencias, las estelares, fueron derrotas bastante frustrantes pero, para que negarlo, ver saltar a Roa fue todo un lujo a la vista. No había posibilidad alguna de que un chico tuviera 16 años y pudiera desenvolverse de esa forma en un salto. Le sacó unos buenos centímetros a Julián, pero nuestro capitán, primer premio en perseverancia y esfuerzo, nos dio un muy merecido segundo puesto, que tampoco pudimos conseguir en ninguna otra disciplina. Cuando el referee indico cuál había sido su puntaje -y estábamos seguros de que era un asegurado segundo puesto- bajamos corriendo de las gradas, invadimos el campo y fuimos a abrazarlo. Sentimos que habíamos ganado un campeonato y aunque no era así creíamos que él merecía esa demostración de afecto.

Camila MayoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora