[2] La única persona.

57 1 0
                                    

El olor a flores que venía del portal donde reposaban los restos de Beatriz Jacobo, los atrapó.

Entraron al patio helado y siguieron el camino hasta una mujer de falda larga y labios pequeños que se acercaba bajando hacia ellos.
—Tía Casimira —saludó Bernardo con voz tenue, bajando sus manos para abrazarla.
—Ay mijito —le respondió afligida Casimira.
Julieta la miraba entre sombras; llevaba un velo negro de encaje sobre una melena oscura y rizada y sus ojos giraban sin el resto de su rostro de una forma extraña. A Julieta le pareció que la mujer los había estado esperando por mucho tiempo.
—Un gusto —dijo Julieta—, y lamento mucho lo de su madre.
Casimira cerró los ojos y apretó la mano de Julieta.
—Pásenle, mijo —dijo mientras revolvía el cabello del pequeño Alberto.

Al pasar notaron el murmullo de un grupo de mujeres que se encontraban en el fondo de la primera fila; en la orilla de la carpa, donde empezaban las ramas del árbol de aguacates. Pero ninguno pudo distinguir nada de lo que decían. Continuaban con la oración y libro en mano, cada una con un rosario y Bernardo notó más de una vez que volteaban ágilmente de reojo.
—Oiga, tía, ¿no ha llegado nadie? —preguntó Bernardo, mientras buscaba entre las sombras de las sillas vacías. Casi le parecía que los demás podían estar escondidos en toda la negrura que se dibujaba alrededor. Pero no era así; aquello estaba tan solitario que se podía escuchar el suelo arrastrar la tierra con el viento.
Julieta echó un vistazo a su alrededor y no podía creerlo. Se sentaron en unas sillas arriba en el portal, junto a Casimira. Una vez sentados, Bernardo observó detenidamente la casa, que resplandecía amarilla en la noche espesa. Pensó en cuánto tiempo tenía antes de que llegaran los demás...

—Quietecita se fue mi amá —dijo de pronto Tía Casimira, quebrando el silencio—. Como que uno ha de ver cosas cuando está a punto de morirse. ¡Cómo le hablaba mi amá a Doña Inés!, y yo le decía: «Ay amá, Doña Inés ya no vive», le decía yo... y al siguiente día que se me muere.
De pronto hizo una pausa y Julieta la miraba entristecida ya por el relato.
El corazón de Bernardo se aceleró cuando escuchó el ruido de un motor en la lejanía. Poco a poco el sonido se acercaba y la calle se iluminó por una camioneta vieja y bien cuidada, llevaba una pila de troncos y madera cortada que sonaban con el tambaleo del camino. Para el alivio de Bernardo, el vehículo siguió su marcha, lo conducía un hombre que volteó con ojos cansados hacia la casa.
—¿No me dijiste que tenías más tíos? —le susurró Julieta con discreción, algo confundida.
«Oh no», pensó Bernardo.
—No tardarán en llegar —respondió, con un tono que indicaba más duda que certeza.

La noche transcurrió así por una, tres, cuatro horas. Bernardo resumió aquellos veinte años con lo que él consideraba lo que más valía la pena contar: su hijo, su esposa y la fotografía. Recordaron
juntos la época en la que Bernardo, cruzaba el canal descalzo y corría alegre en la lluvia, comiendo mangos juntados del suelo.

Si en San Carlos Escondido quedaba poca gente, menos era la que se atrevía a salir a caminar a esa hora y mucho menos por aquel callejón.
Después de perder la noción del tiempo, Bernardo perdió también la esperanza de que alguno de sus familiares o alguien más llegara, no pronto. Mientras tanto, Julieta le había pedido permiso a la señora Casimira para amamantar al bebé adentro, lo que Bernardo no entendió ya que, al llegar las doce de la noche, el grupo de mujeres que se encontraba desde su llegada se había reducido y durante la madrugada sólo una persona había ido a dar el pésame: un viejo en bicicleta, con sombrero y una chamarra de borrego destartalada.
—Ten para que lleves café y pan, Cándido. Sé que te hace daño andar en el sereno, para qué le buscas, si sabes que la muerte ha de andar por la calle.
—¡Ni lo mande dios! —repuso el hombre, bajando su sombrero.
El viejo, tomó lo que sería su cena y se fue, después que caminó hacia el ataúd de Doña Beatriz para hacerle una temblorosa cruz en el aire. Lamentándose entre dientes llegó hasta su bicicleta, subió a ella y se perdió en la oscuridad del camino.

LA FOTO Donde viven las historias. Descúbrelo ahora