[5] Adiós madre...

39 1 0
                                        

El panteón de San Carlos Escondido estaba a unos metros de la entrada y Julieta aceptó la oferta de Don Tomás de llevarla a ella y al pequeño Alberto en su camioneta, que cargaba detrás pedazos grandes de madera y sobre ellos algunas de las flores que la misma funeraria había llevado. Salieron de la iglesia y los hombres, con prisa, subieron el gran cajón de muertos a la camioneta para terminar rápido con el trabajo.

Bernardo por su parte decidió ir caminando con su tía y nadie más. No era muy lejos de la iglesia así que, aunque el paso era lento, no tardaron en llegar.
Bajaron la carretera en la entrada al pueblo y llegaron al extenso terreno de árboles, de lozas viejas y quebradas. Había entre las tumbas angostos caminos de tierra que cruzaban el panteón. Anduvieron derecho hasta topar con una tumba blanca con flores marchitas y una cruz de metal doblado.
Siguieron caminando por el mausoleo hasta llegar a una loza quebrada; abierta por un hombrecillo delgado que los esperaba junto a unos montones de tierra. Pero cuando se acercaron más, Bernardo pudo observar que aquel hombre no estaba solo.

—Hola, Tía Alejandrina.
—¡Bernardito! ¿Hijo, cómo estás?
—Pues aquí, miré... —respondió Bernardo sin dar cuenta a lo que veía.
Los hermanos de Casimira, Alejandrina y Alfredo, se encontraban también en el lugar, en la tumba de Don Adolfo; mismo lugar donde sepultarían a Doña Beatriz. El albañil encargado de abrir la fosa, para luego meter los restos de la señora, aguardaba delante de la tumba. Le pareció curioso que, aunque los que aparecieron dijeron ser los hijos, la muertita había hecho una llegada solitaria y ya de por sí, tristemente incomoda.

La camioneta se estacionó y los hombres bajaron el ataúd de Doña Beatriz aun lado del camino, cerca de los montones de tierra. Casimira Rivas dio unos pasos junto a Don Tomás hasta el lado opuesto de donde estaban sus hermanos, cerca de la tumba abierta, mientras Bernardo presentaba al pequeño Alberto a sus tíos.
—Muchas felicidades, se ve muy sano el niño, mira que cachetitos tiene.
—Gracias, señora —dijo Julieta.
—Dime Ale, hija. Así me dicen todos, aunque aquí nada más me decían Alejandrina, pero a mí siempre se me hizo un nombre como muy... —la mujer se detuvo y arrugó la nariz. Llevaba el cabello recogido en una coleta que apretaba su frente con fuerza, y en los ojos unos lentes negros la protegían del sol—... muy largo.

Los de la funeraria preguntaron a los presentes si querían despedirse del cuerpo, una vez que lo colocaron sobre el estante, que hundía sus llantitas inmóviles en la tierra del panteón. Y después de unos segundos de incómodo silencio por fin alguien habló.
—Aquí te traigo con mi apá, como me lo pediste, madre... —dijo Casimira Rivas, alzando un poco su voz, se llevó un pañuelo a la boca y Don Tomás pasó su brazo sobre el hombro de ella.
Julieta se limpiaba las lágrimas, como con disimulo mientras Bernardo sostenía al pequeño Alberto y los hermanos Rivas, serios, miraban a su hermana del otro lado de la tumba.
«... adiós, madre, ya no te voy a oír en las noches que me pidas tu café, madrecita, cómo te gustaba. ¡Ay, mamá, ya me dejaste solita, solita! —decía Casimira, mientras se sacudía la nariz—. Descansa en paz, madre, intercede con Dios por tu hija, adiós madre, adiós...

Julieta se acercó a Bernardo y le dio un pañuelo que sacó de su bolcillo, luego tomó su mano y todos miraron cómo el albañil dentro de la fosa acomodaba el cajón, donde descansaba ya junto a su marido, Beatriz Jacobo.

Cuando terminó de cerrar la fosa y de cubrir otra vez la tumba con la tierra, el albañil se persignó y se dispuso a juntar sus instrumentos. Fue hasta donde estaba Casimira Rivas a solicitar el pago de sus servicios, pero antes de llegar lo detuvieron.
—¡Oiga! —gritaba Alejandrina Rivas, acercándose desde el otro lado, junto a los demás—. ¿Cuánto le debemos? —dijo, mientras buscaba en su bolso.
—No se apure —respondió Don Tomás—, aquí le voy a pagar al joven.
—No, cómo cree —dijo Alejandrina, apretando los labios y se dirigió con el hombre que había quedado en medio—. Tenga, oiga, voy a pagar el entierro de mi madre.
—¿Cuál madre? —repuso con fuerza Casimira, al lado de Don Tomás. Alejandrina alzó la ceja—. Tú no tienes madre, Alejandrina, así que puedes irte derechito por donde llegastes. Y también tú, Alfredo, yo no los he ocupado estos años y mucho menos ahora que mi amá ya no está con nosotros. Yo la batallé toda su enfermedad; y aunque mi amá fue muy cabrona conmigo, yo la velé y también yo voy a pagar por el entierro. Nomás pudieron se largaron y ahora vienen a puro mortificarme.
—No te pongas así, Casimira —dijo Alfredo.
—Déjala, Alfredo, ya sabes cómo es. Pero está muy equivocada, piensa que me fui a dar la gran vida. Casimira, entiende, en este pueblo nadie iba a prosperar. Y yo te lo dije muchas veces.

LA FOTO Donde viven las historias. Descúbrelo ahora