Bernardo respiraba atarantado el aire y el ruido del agua en el canal. Ya para marcharse, interrumpió su urgencia de irse. Necesitaba ver a Julieta, pero el magnífico verde de las parcelas no había envejecido.
Brisilia lo miraba fascinada, recargada en los troncos de la entrada mientras él lograba las mejores tomas. Hasta que un niño sucio y con huaraches llegó apresurado, se apoyó de las rodillas, casi no podía hablar pero hizo el esfuerzo.
—Doña Viri... me mandó... —el pequeño se tomaba otro segundo—. Me mandó a avisarle que se ve lumbre para con los Rivas.
Bernardo volteó con la cámara en la mano.
—¿Cómo lumbre?
—No sé —respondió el pequeño—, pero me dijo: «¡córrele Miguelito!», y corrí. Es que me dio para un chicle.
Bernardo, se acomodó la cámara en el pecho otra vez y subió corriendo a la motocicleta, escuchando cómo Brisilia le gritaba mientras él se alejaba.
—¡Te dije que tenías el mal de ojo!Aceleraba hasta donde el miedo le permitía, pero no era la velocidad lo que él tanto temía, sino aquel impulso de vomitar que le nació después de haber conversado con Brisilia del Alba, quién por su olor y pestañas parecía que lo había hechizado.
Lo sacudía un fluido en su carne, mientras asechaba en la motocicleta la siembra de maíz.
¿De dónde podía haber fuego? Y en todo caso era cuestión de esperar unos minutos más para la lluvia, aunque el cielo ya se estaba retrasando.Casi nunca usó aquel camino de tierra que era la orilla del canal, se extendía por todo el pueblo y servía para el riego. Siempre le había parecido un espacio escondido, un mundo frutal y verde libre de las horas. Pero ahora lo único que podía ver eran manchas oscuras al pasar, mientras cuidaba que su cámara no saliera disparada con cada sacudida, eso lo hizo disminuir la velocidad; no podía perder las fotos.
Hasta que de lejos miró cómo se alzaba una fila de humo, abrumado, Bernardo la persiguió. Pasó por las antiguas tierras de los Rivas, cercadas para alejar a los intrusos, que de todas formas entraban a robar el maíz en temporada de cosecha. Después de tomar dos o tres fotos, con el lente brillando en su cuello, bajó por la desviación del canal que trasladaba el agua por atrás de la casa de los Rivas, al parecer fuera de peligro. Entonces pudo ver el granero de su abuelo encendido en llamas, su brillo hundía la casa en la negrura de las ramas y las copas de los arboles.
—¡Julieta!
Pero nadie contestaba, y detrás del crujido caliente de la madera solo se escuchaban algunos perros ladrando fuerte; era delante de la casa. Caminaba lento, arrepentido de no haber llegado por enfrente para no tener que cruzar ese camino pantanoso. Pegado a su propia sombra, Bernardo iba sigiloso, de espaldas a la gran hoguera.El canto de los grillos se detenía, para darle paso al croar de las ranas, pero nada de la casa, y Bernardo sin respuesta gritaba. Hasta que llegó al pedazo de madera, mojado y frágil, que estaba sobre el agua de la acequia por donde se entraba al patio trasero.
—¡Julieta!
Los árboles del patio se repartían la escasa luz que llegaba de la lumbre del granero, pues a través del cielo nuboso la noche se acercaba.Había bajado así de la motocicleta, pero hasta que no hubo entrado bajo los troncos de los mangos, pudo sentir cómo el corazón le palpitaba cada vez más rápido. En el oscuro patio trasero alcanzó a ver algo, algo que antes no estaba ahí: la mesa vieja en medio de los árboles y sobre ella, ¿Julieta?
Bernardo corrió hasta su esposa, tendida sobre la mesa, pálida y dormida en la penumbra. Tenía pulso, pero no respondía a sus llamados.
—No puede ser. No, no, no.
Bernardo la tomó en sus brazos, como lo hacía cuando ella jugueteaba con su orgullo y el con una furia inventada, la tomaba y terminaban siempre amándose mucho en la cama. Pero esta vez no,
corría con ella dormida, vestida con las ropas de su Tía Casimira.
—¡Julieta, contesta! —le decía, pero por más que la movía, el delicado rostro de su esposa no lo miraba.
Rápido llegó al frente, saliendo por la derecha del portal, entró a la casa gritándole a su Tía Casimira, que tampoco contestaba. Pasó al cuarto y echó a Julieta en la cama, no tenía ninguna herida, ningún golpe. La cubrió con dos cobijas que ya estaban ahí y miró dentro de la cuna, aunque no era necesario para ver que su hijo no estaba.Salió del cuarto para darse cuenta de un bulto sobre el comedor. Era tío Alfredo. Tenía la cabeza unida a la mesa de madera con un trinchete para cocinar. El mango del utensilio le salía por la nuca.
—Mierda —dijo Bernardo y se llevó las manos temblorosas al aboca para sentir que todavía seguía respirando.
—¡Alberto! —llamaba, mientras se asomaba entre los cuartos veloz y preciso.
No dejó que sus rodillas se rindieran mientras atravesaba la oscuridad hueca del portal. Salió pensando que vería la camioneta de Don Tomás, pero en el suelo solo estaba su herramienta, lo que le hizo
pensar que Don Tomás nunca volvió de recoger las cosas de su hermano.—Concéntrate —murmuraba, pero un crujido sordo le robó la atención y se dio cuenta que algo brillaba más allá de la cocina, era la hornilla.
Bernardo buscó en la caja de herramientas que Don Tomás había dejado en el piso, pero lo más grande que encontró fue un serrucho para la madera y un martillo.Armado ya, caminó a paso lento, con la esperanza de ver a su tía y salir del mal sueño donde se encontraba. A pesar del húmedo viento, la brasa estaba encendida y una hoya de barro grande se calentaba sobre el comal, pero no había rastros de Tía Casimira.
Los ladridos de los perros no paraban y Bernardo los espantó, se sintió más seguro de sí mismo cuando los perros se fueron lloriqueando, como si les hubieran aplastado una pata.Después se acercó al lumbral de la hornilla y una peste se adhirió a su nariz, como si algo se hubiera podrido, pensó que podía venir del granero que se quemaba, pero cuando llegó hasta la cazuela pudo ver por qué los perros habían salido corriendo, tan espantados.
A penas visible por el fuego de los troncos, Bernardo notó los ojos oscuros y arrugados de su Tía Casimira, más altos de los que recordaba, pero no alcanzaba a ver sus pies.
Entonces Bernardo aclaró la vista y aquello no podía ser su Tía Casimira. Masticaba hambrienta con pocos dientes, su boca llena goteaba oscuridad hasta la tierra y sus rizos negros se abrían como serpientes que bailaban en el aire.Solo después del flash, Bernardo se dio cuenta de que la mujer estaba muy lejos del suelo. Dio un salto, y con toda la fuerza que le quedaba utilizó el martillo sobre la cabeza de su tía Casimira Rivas, antes de que ella lo alcanzara con sus dedos afilados.
Con el rostro deformado por el golpe y aferrándose a su comida como una hiena feroz, Casimira se reía. Su cuerpo yacía torcido en el suelo, mientras Bernardo la miraba con la boca abierta y en sus oídos penetraba la estridente risa de lo que parecía ser su tía, Casimira.
Pero los ojos de Bernardo se encendieron cuando pudo ver lo que aquello tenía entre los dientes.
Sintió una patada en el estómago y después dio un grito que le ardió en la garganta, apretó con la mano derecha el martillo y reventó el recipiente que hervía sobre la hornilla. Al instante cayeron como en una explosión, destrozos de barro mojado color ladrillo y entre hojas verdes, pedacitos de Alberto sobre el comal.Bernardo soltó el martillo y al mismo tiempo que este rebotó en el suelo, se encontraba sosteniendo el serrucho vivo sobre Casimira Rivas, que no paró de reír, inclusive después de que su cabeza se desprendiera del resto de su cuerpo desmembrado.

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LA FOTO
Mystery / ThrillerDespués de una inesperada llamada esa tarde de octubre, el fotógrafo Bernardo Rivas, participante en el concurso de fotografía de la Universidad de Artes Cassasola, se entera del fallecimiento de su abuela. Acompañado de su esposa Julieta y su hijo...