El viaje hasta la iglesia fue algo incómodo, el camino era solitario, lleno de baches y piedras. La tierra era pesada de la humedad, pero en algunos lugares era polvo suelto. Por la calle, casas con árboles enormes que dejaban caer sus hojas en un suelo ya repleto; eso identificaba las casonas donde no habitaba nadie, que eran muchas. Mientras que, en las otras, donde el suelo estaba medio barrido, se asomaban cabezas de gente a penas interesados.
La caravana funesta se conformaba por la vieja camioneta larga; dos hombres de camisa blanca, desalineados y ajenos a cualquier pena, subieron el ataúd de Doña Beatriz, mientras Casimira lloraba desconsolada en el pecho de Don Tomás y Julieta conmovida también lagrimeaba. Bernardo intentó poner su atención en Alberto, que cargaba en los brazos.
Pasaron veinte minutos que a Bernardo le parecieron horas bajo las nubes de San Carlos Escondido.
Llegaron por fin después de otros veinte minutos de escasa gente que los miraba, a veces parados con la mano en la cintura, señoras con mandil y viejos recargados en los árboles.
La iglesia era un edificio rectangular blanco y viejo, con un edificio extra a la derecha donde vivía el cura en turno asignado a esa parroquia, pero hacía ya mucho tiempo que en la iglesia de San Carlos Escondido no se quedaba ningún sacerdote, todos venían y cumplidos los compromisos sagrados se marchaban. Tenía un gran patio con ramas que salían del concreto; una loza cuadrada y llena de baches, que figuraba como entrada desde el camino hasta la puerta.
El coche se detuvo de reversa y dos hombres bajaron a Doña Beatriz, la colocaron en una mesita flexible de metal con rueditas, que la llevó hasta dentro de la iglesia donde sorpresivamente había algunas personas sentadas, unas señoras de azul y más personas en las bancas de en medio. Bernardo y Julieta avanzaron detrás de la caja, junto a Casimira. Don Tomás se había sentado atrás.
Durante la misa, Bernardo se dio cuenta de que el evento no era específicamente para su abuela, aunque de todas formas el padre bendijo el ataúd y dirigió algunas palabras sobre la muerte y el perdón.
Al terminar la ceremonia Bernardo salió primero, porque había algo que le molestaba, no en aquel lugar en específico, sino que en todas las iglesias. Si alguna vez había ido era con fines artísticos, fotografías y de más. Como la vez que conoció a Julieta: cubría el puesto de un amigo de la universidad, que se había caído de borracho una noche antes de asistir como fotógrafo de una convención cristiana, donde miró a Julieta por primera vez y se enamoró de ella al tomarle una foto junto al puesto "Figuritas de cerámica para su nacimiento".—¡Válgame! La hubieran ido a enterrar así nada más.
—¿No acabas de escuchar al padrecito? «que no juzgareis a la mujer de mi semejante...»
—Así no es, Prudencia.
—Cómo haiga sido, Flor. La señora Beatriz ya estará rindiendo cuentas con el meramente, tú qué te andas metiendo.
—Sí, mi Dios tiene la gracia de perdonar, Prudencia, pero yo sigo viendo mal que una invite a entrar tan descaradamente al diablo a su casa. Y eso fue lo que Beatriz Rivas hizo, Prudencia.Bernardo escuchaba a las mujeres saliendo de la parroquia desde el jardín de la casa pastoral afuera de la iglesia, mientras observaba una pequeña cruz de metal clavada al pasto donde se podía leer con letras blancas; "Jesús Enrique Faustino Damas."
—Tampoco me gustan las iglesias.
Bernardo se sorprendió al ver a Don Tomás acercarse a él, que aún estaba en el jardín esperando que saliera Julieta con su Tía Casimira, lo saludó con la cabeza.
—¿Es su hermano? —preguntó, mientras se volvía a la cruz.
Don Tomás arrugó un poco los labios y Bernardo no supo si era una especie de sonrisa o si la pregunta le había incomodado.
—Sí —respondió Don Tomás.
—¿Y nadie vivió aquí después de que él...?
—No, oiga, nadie. En ese tiempo a mí me dijeron «Ahí están las cosas del padre Enrique, para que pase por ellas»; porque cuando pasó un mes de misas y rosarios porque mi hermano no aparecía,
pues se resignaron a que ya le había pasado algo y que no volvería.
—¿Y no volvió?
—No, ya no lo vimos, yo creo que eso espantó a los demás curas, ya nadie usó la casita esta. Le fue mal a mi hermano...—dijo Don Tomás con un suspiro reflexivo—. Pero la verdad aquí entre tú y yo, nunca fue santo de mi devoción. Por algo le pasó lo que le pasó.
—¿Y qué le pasó? Si no es mucha indiscreción preguntar.
Don Tomás se cruzó los brazos y señaló con la barbilla la entrada del cuartito, una puerta cubierta de polvo frente al jardín.
—Pues... que le han de ver dado cuello —respondió Don Tomás, y después de darse cuenta que no salían todavía con Doña Beatriz, aclaró la garganta y siguió, apretando los ojos para recordar—: hace mucho cuando yo iba empezando de carpintero, mi hermano era el que se la pasaba disque leyendo libros y que quiso entrar al seminario; mi amá encantada.
El caso es que ya tenía rato que era el cura de aquí, pero desde que llegó como que me hacía menos y mi madre de santo no lo bajaba. Se vino a vivir aquí a la iglesia, gracias a Dios, y cuando mi amá murió yo me quedé en la casa. Me quedé sólo porque no encontré mujer para mi... —y en ese momento Don Tomás se detuvo. La gente salía, pero no Julieta, ni Casimira Rivas. Las señoras miraban con desaprobación hacia atrás y cuchicheaban entre ellas.» ... una vez que vine a verlo aquí, cuando vivía, se acercó una chamaca, Viviana, creo. La muchacha traía un miedo, se le notaba, pero venía a confesarse y le dijo mi hermano que viniera después, por encontrarme yo. Pero le dije que yo me iba a ir ya, que había ido a decirle que en el testamento estábamos anotados los dos con puño y letra de mi difunta madre. Pero la muchacha antes de irse le dejó un pañuelo, así pequeño, y mi hermano lo abrió enfrente de mí.
»—Fíjate, Tomás, el oficio de padre deja más de lo que esperabas ¿verdad? —me dijo y abrió el trapo, unos billetes doblados y sucios cayeron en la mesa de donde estábamos.
»—¿De qué es este dinero que te dejó la Viviana?
»—Es, mi querido hermanito, la gracia de Dios. Él es el jefe, Tomás, yo nada más soy la caseta para pasar»—, y se rio el muy cabrón. Después, a los años ya de desaparecido, me enteré que les cobraba a los que se iban a confesar para no delatarlos por sus pecados. Que según en un librito escribía lo que le habías contado y luego te obligaba a pagarle, para que tu familia no se enterara de lo que le habías dicho en confesión.
Bernardo miró desconcertado a Don Tomás, él asentía con la cabeza.
—¿Entonces piensa usted que eso tuvo que ver con su muerte?
—No se sabe a ciencia cierta. Lo que sí, es que en ese entonces salía mucho en el periódico la gente desaparecida, de la vez que decían...
—¿Que se robaban a las muchachas? —interrumpió Bernardo con incomodidad, pues sabía que todo el pueblo había culpado a su abuelo de aquellos acontecimientos, claro, años después de que eso sucediera seguían creyéndolo. Eso explicaba la molestia general que se sentía en el ambiente, porque la misa dominical se había dedicado a la difunta Beatriz Jacobo.
—Sí —respondió Don Tomás—. Pero yo tengo otra teoría.
—¿De verdad?
—Yo creo que a mi hermano lo mató Don Adolfo Rivas.
Bernardo, con los ojos fijos en Don Tomás, no supo qué decir.
—¿Por qué piensa eso, Don Tomás? —preguntó Bernardo, sin saber por qué demonios había agregado leña al fuego. La mirada de angustia de Don Tomás y su barba blanca a medio salir le estaban incomodando, el señor se acercó.
—La última vez que lo vi, me dijo: «Si sabes lo que es bueno, Tomás, no te acerques a los Rivas, no te metas con esa familia», después de que le conté mis intenciones de casarme con Casimira —Bernardo escuchaba con el ceño fruncido, al confirmar que su madre tenía algo de razón—. Yo le pregunté por qué y no me quiso decir. Quién sabe cuál era el Dios de mi hermano, Bernardo, que no le dejó decirme, pero sí le dejaba hacer sus tranzas con la gente que venía a confesarse.
» De todas formas le dije; me voy a casar con ella, pero él me contó que la señora Beatriz, Beatriz Rivas, había ido esa misma tarde por primera vez y como los Rivas vivían cómodamente de la siembra, mi hermano quiso sacar ventaja guardándose el secreto; entonces no me contó. Esa fue la última vez que lo miré, porque nadie nunca supo nada de él después de eso.

ESTÁS LEYENDO
LA FOTO
Mystery / ThrillerDespués de una inesperada llamada esa tarde de octubre, el fotógrafo Bernardo Rivas, participante en el concurso de fotografía de la Universidad de Artes Cassasola, se entera del fallecimiento de su abuela. Acompañado de su esposa Julieta y su hijo...