CODY
Subí el último escalón y me encontré con el largo pasillo. Según el portero del edificio ella vivía al final, justo a la derecha del enorme ventanal emborronado por el polvo, que tenía enfrente.
Caminé hacia delante, decidido pero una mala idea pasó por mi cabeza a gran velocidad y me frené a mitad de camino.
¿Y si ella pensaba que era un depravado? ¿Y si por un momento se imaginaba que la estaba acosando?
No.
Me dije a mí mismo.
Pero, resultaba cómico cuando de las diez veces que cruzaba el portal principal, está era la primera vez que subía arriba del todo.
Una parte de mí me indicó que esas intenciones, por muy inofensivas que resultaran sí que podían pasar por acosadoras, la otra, simplemente gritaba en mi cabeza que avanzara y me dejara de tonterías, prácticamente ella y su amiga me habían lanzado una invitación, y yo no era tan idiota como para rechazarla.
Sacudí la cabeza mientras me decía que simplemente quería conocerla.
Hacía un mes que me había trasladado de piso y de ciudad para comenzar una nueva vida y dejar atrás todos mis problemas. Los primeros días resultaron largos y pesados, casi llegando a la cima de la locura, hasta que una noche, al salir de mi turno de trabajo y abrir la puerta de casa, la vi de lejos, como una luz en el horizonte imposible de evitar.
Se asomaba a la ventana con la mitad de su cuerpo echado hacia delante, apoyada en la repisa con las manos y los brazos extendidos, y miraba atentamente el cielo. Fue una imagen tan hermosa que se me cortó el aliento.
Sola, con su cabello mecido por el viento y las débiles luces de la calle reflejándose en ella, parecía una amante que esperaba una pequeña mota de la luna caer del cielo para ella.
Me aproximé a mi propia ventana, con las luces apagadas y no pude dejar de observarla, me tenía hechizado.
Mi vecina, una preciosa mujer nocturna.
Y eso sólo fue el principio, a partir de ese día, siempre me mantenía atento a cualquier movimiento que se produjera al otro lado como si necesitara verla casi tanto como respirar.
El momento del día que más me gustaba era la noche, esa mujer sufría insomnio y pasaba horas y horas paseando por el largo pasillo con la cabeza baja, puede que pensando o simplemente agotándose para concebir el sueño. Para mí era una fantástica vista ya que podía ver más partes de su cuerpo de lo que ella se imaginaba.
Me sentaba en el sofá mientras ella iba de la cocina hasta el otro lado con una simple camiseta de tirantes y unas minúsculas braguitas.
En un principio sólo miraba esas curvas, ese pecho y esa melena rubia como un manto dorado danzando en ondas cuando daba media vuelta para reanudar su paseíllo, pero después de la cuarta noche, me di cuenta que me masajeaba el pene por encima del pantalón.
La séptima noche metí dentro la mano y comencé a masturbarme y a partir de la segunda semana me arrancaba los pantalones de deporte antes de sentarme y agitaba mi pene como si fuera una batidora hasta que me corría, y lo más raro es que, si ella aún continuaba paseándose, volvía a empalmarme, después de correrme como nunca, estaba otra vez excitado.
En una noche podía llegar a corroerme cuatro veces, un detalle que comenzaba asustarme.
No obstante eso no era lo peor.
Mi depravado instinto animal había ganado en una batalla imposible contra mi criterio del límite del delito y la había llamado por teléfono, simplemente por escuchar el sonido de su voz, ya fuese por el mensaje de su buzón de voz -que sabía de memoria- o por sus contestaciones alegres cada vez que descolgaba. Hasta su voz me empalmaba.
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Sabor a Melocotón (Colección Encadenados 3)
RomanceTercera entrega de la saga Encadenados. Se puede leer por separado. Después de una ruptura terriblemente cruel, Estela se ve obligada a tomar las riendas de su desastrosa vida. Conseguir trabajo y pagar facturas es lo primero de su lista, y para...