Frustrado, evité estampar el móvil contra la pared.
– ¿De viaje? ¿Adónde? –preguntó Estela.
Salí del baño, con la toalla enrollada a mi cintura y ese aparato en mis manos. Estela estaba en medio de la cama, con mi camiseta de pijama y unas braguitas. Sus pies estaban debajo de su trasero y sus manos trataban de desenredar los nudos de su cabello.Fue imposible no mirar como los pezones se le trasparentaban.
No era una casualidad. Mis camisetas de pijama, algo que no usaba desde que ella vivía conmigo estaban exclusivamente elegidas por mí. Blancas y finas, tan trasparentes que a la luz del sol podía ver cada curva de ese exuberante cuerpo. Sin embargo, en ese instante, la inesperada llamada de mi padre, informando de que mañana salía de viaje, me jodió el buen humor y la alegría de ver esos pechos.
–Paris –contesté.
Estela dejó caer su pelo y se mordió los labios. Ignoré la decepción de su rostro y fui a la cómoda para sacar unos pantalones y una camiseta.
– ¿Cuánto tiempo?
–Una semana.
– ¿Una semana? –peguntó fastidiada. Asentí.
Odiaba la idea de viajar y la culpable era ella.
En dos meses y medio no me había separado de esa mujer, día y noche había convivido con ella en la más extrema cercanía carnal y emocional. La veía en el trabajo, yo mismo la llevaba cada mañana y la traía a casa si nuestro horario coincidía, mi padre ya sabía de nuestra relación, me parecía idiota disimular en cuanto sólo deseaba estar con ella. Mis celos continuaban, sí, pero ella y todo el amor que me procesaba lo había cambiado.
Aunque todavía no dijera nada, me amaba, los actos hablaban por sí solos. Yo también la quería, aunque todavía no sabía cuánto. Pero ahora me iba a perder; ese rostro, su voz, su sarcasmo, sus pullas, su mala leche, sus sonrisas, sus repentinos comentarios sobre lo muy cansada que la dejaba últimamente y su comida. Dios, como la iba a echar de menos durante dos semanas.
Mierda.
Y todo eso no era lo peor. La fatídica notica me empujaba a un contrato que seguro no firmarían.
Llevaba detrás de ese negocio dos años y Young Fu, el director de la empresa se había negado rotundamente con nuestros informes anteriores, todos le parecían vulgares e insuficientes. Mi padre, tenía la esperanza de que ahora, con la nueva oferta ese hombre recapacitara su decisión y, junto con la propuesta de Dante, en ofrecer un mejor servicio, ese japonés estaría completamente satisfecho. Algo que yo dudaba.
Lo conocía y este viaje me resultaba tan inútil como tratar de convencer a ese arrogante y terco empresario.
–Te voy a echar de menos –dijo, haciendo que cayera a la tierra de golpe.
Me volví para mirarla. Estaba abierta de piernas, sentada sobre sus talones con la camiseta estirada para tapar su entrepierna.
Deliciosa.
–Y yo.
Y era verdad.
Había cogido la mala costumbre de verla todos los días, tanto en casa, en la cama, en la ducha y en el trabajo, aunque continuaba sin tocarla durante esas horas, pero el resto lo compensaba con creces. No obstante, cuatro días, con sus soles y sus lunas sin estar con ella, me iba a morir.
Muerte por desesperación.
De pronto, con la camisa en la mano una idea se me cruzó por la cabeza. La miré a ella, la maleta apoyada en la silla y el exterior de la ventana.
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Sabor a Melocotón (Colección Encadenados 3)
RomanceTercera entrega de la saga Encadenados. Se puede leer por separado. Después de una ruptura terriblemente cruel, Estela se ve obligada a tomar las riendas de su desastrosa vida. Conseguir trabajo y pagar facturas es lo primero de su lista, y para...