Capítulo 48

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ESTELA

La molestia absoluta desapareció cuando Lloyd salió por la puerta, lo escuché hablar con alguien, seguramente sería Luther y su incondicional forma de proteger. Solté la respiración y me acomodé mejor en el sillón.

Mi bolsa, preparada, me esperaba en la cama. Miré con ceño esos lunares, por favor, la bolsa no podía ser más ridícula. Para la poca ropa que guardaba era enorme, y los lunares no pasaban desapercibidos; colores intensos entre el amarillo, verde y rosa, tres combinaciones de lo más espantosas, ¿pero quién era yo para juzgar? Si mis gustos se limitaban siempre a los colores simples combinados con tejanos porque, vergonzosamente odiaba la moda.

La bolsa de segunda mano la había adquirido en el mercado de los domingos. Una mujer mayor con un difícil de ver; lunar en la barbilla tipo bruja, decía que combinaba con mi llamativa camiseta, otra reliquia del mismo fabricante; herencia de mamá, de sus años hippy, donde buscaba su propio feng-sui y no su curativa necesidad de ayudar a los demás, más bien, esa época fue sugerida por mi padre.

Papá fue quien empujó a mi madre a una boda sencilla en una capilla en el bosque con solo seis invitados, a tener dos hijos y a la locura de ayuda mundial.

Mi padre tenía una ideología muy exagerada, se pensaba que él solo podría solucionar el hambre en el mundo, parar la guerra con flores en los cañones, o exterminar el racismo con canciones al ritmo de guitarra española.

No lo logró todo, por supuesto, es imposible cambiar millones y millones de pensamientos, pero al menos consiguió montar una ONG que cambió no millones, pero sí cincuenta o cien vidas, y eso es todo un mérito.

Me acaricié el estómago, con cuidado, todavía me dolía una parte que conservaba el color morado. Yo nunca abandonaría a mi ratoncita, pero le hablaría de sus abuelos, le diría como ayudaron a ese poblado para que nunca perdiera los valores de la humildad. Deseaba que tuviera sus propios pensamientos, sus propias ilusiones, y sobre todo que respetara a los demás.

No obstante también deseaba que fuera tan fuerte como yo, o más, porque en ese momento me sentía como porcelana; agrietada con la simple facilidad de un toque para romperse.

Cerré los ojos y conté con ilusión los días que me quedaban por ver su carita. Oh, cada día lo anhelaba más; su cuerpecito entre mis brazos, el ritual del baño, de la comida, su primera sonrisa, su primer sonido. Sonreí. Ella ya estaba cambiando mi vida.

La puerta se abrió y dirigí mi vista a ella pensando que me encontraría con mi hermano... No fue Luther quien cruzó, fue Andreas, y en el momento que lo vi, con decisión; la barbilla alta y las manos en los bolsillos, mi sonrisa y buen humor se esfumó. Pero entonces sentí como otras zonas de mi cuerpo se inflaban.

Había hecho todo lo posible por odiar a ese prepotente cuerpo lleno de músculo, envuelto en su típico conjunto sexy de diseño, pero como los zapatos de tacón, los odiaba por el dolor que me provocaban, era masoca, me encantaba ponérmelos, y con Andreas me sucedía casi lo mismo; deseaba estrangularle el cuello -aunque seguramente le causaría gran placer- y a la vez; abrir mis piernas y metérmelo dentro.

¿Era idiota?

Posiblemente, porque su típica cara de cabrón salvaje quita bragas en ese momento parecía la de un cordero degollado, y aunque con el primer impacto sentí las típicas mariposas en mi estómago, no podía borrar de mi cabeza lo sucedido.

Miré su aspecto, imposible no mirar, después, con desdén, volví mi rostro hacia esa espantosa bolsa de lunares. En el momento que abría la boca, él se adelantó;

–Las rosas son rojas, las nubes azules, el sol amarillo, y hoy tú estás tan buena que te convertiría en un bollito para mojarte en leche y comerte lentamente.

Sabor a Melocotón (Colección Encadenados 3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora