Magia sublime

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¡Maldito hijo de puta!

Llevaba amarrada como un lechón más de cuatro horas. Estaba adolorida y lo único que me hacía falta para completar mi bella pose era, o un sádico follador, o una manzana en la boca.

Invocar magia sin hacer uso de las manos era algo muy complicado pero al estar sin otra cosa por hacer tuve que dominarla. Nadie vino a mi auxilio, ni siquiera Asellus. Tal vez el mismísimo rey le había impedido venir... o simplemente él no tenía ganas de hacerlo, después de todo, había permitido que el incivilizado del rey me tomara como botín de guerra.

Necesitaba tomar hierbas para el inmenso dolor de cabeza que traía, causado por el golpe de aquellos infieles, pero nadie se había preocupado ni lo más mínimo por mí bienestar.

Después del enésimo intento, al fin pude desintegrar el lazo que me amarraba. Fue en extremo doloroso el hormigueo que recorrió mis extremidades cuando la sangre volvió a fluir libremente por ellas.

Dejé que el picor menguara conmigo acostada antes de examinar mi entorno.

La habitación en la que me habían aventado era muy lujosa, las paredes que daban afuera eran todas de cristal y las demás, sólo Danú sabía su composición. Parecía granito blanco con purpurina pegada. Múltiples puertas daban a quién sabe dónde.

Muebles de más de ese material extraño plagaban la alcoba, todo era lo esperado. Unas mesitas de noche, una mesa para café con sillones blancos al rededor. La cama era gigante con un bello dosel de finas telas blancas. Todo ahí era demasiado blanco, le faltaba color...
Pero eso ya era algo que haría después, porque habría un después.

Yo viviría aquí hasta que la Gran Madre me llevara con ella. Aquí envejecería, incluso traería al mundo a hijos... Esto me atormentaba, nunca me había atrevido a pensar si yo quería algo más, desde que tenía memoria sólo había escuchado lo magnífica que sería mi vida una vez que subiera a Cielo, los lujos inconmensurables a los que tendría que acostumbrarme. Pero no se podía estar alegre de obtener algo en lo que ni siquiera habías tenido elección.

Yo aquí viviría en completa soledad, el rey nunca se había preocupado por mí y éramos completos desconocido sin ganas de cambiar aquello, una vez lo deseé pero esos habían sido otros tiempos. La temporada en la que de verdad deseaba aprender a amar a Corvus estaba totalmente en el pasado. Yo aquí moriría en completa soledad, solo conocería a mis hijos en el momento de parirlos puesto que éstos no serían concebidos por amor, sino sólo por cumplir con una agenda política. Mis hijos serían entrenados en el arte de la diplomacia y la astucia apenas dejaran los pañales. Apostaba que Corvus ni siquiera me permitiría verlos después. Mi esposo era conocido por su despiadada forma de gobernar. Me daba repeluz imaginar la concepción.

Como mis votos lo exigían, yo no había estado con ningún hombre en toda mi vida y por lo que había escuchado de sus múltiples amantes, el rey era alguien voráz y no en el buen sentido. Mis damas de compañía solían decir que no me fiara de esas descripciones hechas por mujeres descartadas por el rey. Tal vez simplemente querían hacerle mala fama.

Pero el que me hubiera dejado abandonada hasta las dos de mañana en completo estado de vulnerabilidad no le daba muchos puntos a favor.

Claro que había intentado perder la virginidad en múltiples ocasiones, incluso estuve apunto de hacerlo con un cortesano de Agua, Naunet. Lamentablemente eso no se concretó ya que cuando sus padres descubrieron nuestro amorío nos prohibieron volver a vernos. Eso me puso muy triste en su momento, aunque no lo suficiente. Otros hombres habían deseado entrar a mi cama pero la amenaza de una posible represalia por parte de Corvus, siempre los echaba para atrás.

Así que aquí estaba, atrapada en mi posición de casi reina, casi princesa. Odiada por mi esposo, dejada de lado por mi familia.

De las cuatro puertas en mi alcoba deduje a dónde llevaban tres. Una era la de salida y las otras dos eran del baño y de un gigante guardarropa respectivamente. Tomé un cambio de ropa sencillo, demasiado sencillo para el maldito frío que hacía en este lugar. Eran sólo unos pantalones de fina seda con una camiseta de tirantes. Claro que había ropa interior de mi talla (¿Cómo? No lo sé) pero odiaba usar sostén, de cualquier manera mis diminutos senos no lo necesitaban así que casi nunca los usaba. Sólo me provocaban una comezón en el pecho completamente innecesaria.

La Dimensión de DanuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora