El tormento de la princesa

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Solía ser una molestia desobediente para mí hermano mayor, Aliso. Él, que ya había alcanzado la mayoría de edad en algún momento de su vida entendió que cerrar su habitación para evitar mi entrada durante sus ausencias, era una batalla perdida. No era entrometida, sólo gustaba de invadir propiedad ajena. Cuando Aliso comprendió eso, comenzó a dejarme pequeñas bolsas con dulces escondidas por todos sus aposentos. Si no encontraba las veinte sufría el castigo de ser su sirviente por una quincena completa y si yo ganaba él se veía obligado a enseñarme un hechizo nuevo.

Él llegaría por la tarde y yo reía en su balcón, ese que daba a un árbol de mandarinas. El árbol parecía uno común en esta época del año, nada que ver con la magnífica cosecha que arrojaría en unos meses. Reía porque en mis manos estaba la bolsita número veinte, había ganado. Claro que nunca admitiría haber sobornado a Fresno y usado a algunas abejas para que me ayudaran con una profunda búsqueda.

Aún así sabía que tenía absolutamente prohibido abrir una de sus mesitas de noche, ahí él cerraba y yo lo respetaba. No quería encontrarme las cartas extrañas que solía recibir de una de sus tantas novias.

Desde mi altura pude ver a Fresno y a Abeto en un duelo de magia. Quería unirme a ellos pero me estaba prohibido debido a mi edad. Fresno ya había alcanzado la necesaria para ese nuevo bloque de conocimiento. La gente no quería admitir que yo ya estaba lista para mucha de esa magia gracias a las lecciones extras de Aliso.

-Tu madre me dijo que aquí estarías, bebé -dijo papá entrando a la alcoba.

Mi padre, el Gran rey de Tierra venía con su usual corona y una magra sonrisa era suficiente para causarle algunas arrugas en sus ojos. Debajo de su hombro llevaba una caja adornada con una gigantesca cinta rosa pastel.

-¿Eso es para mí? -pregunté bajando del barandal en el que había estado sentada.

-Si, bebé. Acércate, deja por un momento de ver a tus hermanos y presta atención a esto.

Papá dejó la caja en una mesa de trabajo de Aliso. Mientras yo caminaba hacia él se me ocurrió algo.

-Padre. Yo me siento lista para tomar más clases, además, me siento muy sola. Aliso está de viaje y Abeto no tardará en seguirlo. Fresno no puede practicar sólo.

Papá suspiró, esta no era la primera vez que escuchaba mis súplicas por nuevas lecciones.

-Ya hemos hablado de esto miles de veces. No puedes entrenar con tus hermanos, tú eres una princesa delicada que no debe pelear con jóvenes salvajes. Además, debes empezar a desprenderte de tus hermanos, cuando menos lo piensen cada uno de ustedes se casará y tendrá hijos. Una familia propia.

-Para eso faltan décadas, padre -protesté sin darme cuenta en el cambio de postura que tuvo papá-. Además es un desperdicio que yo siga tomando lecciones con los niños pequeños del palacio. Tú mismo lo has dicho, soy una princesa y de mí se espera excelencia.

Papá pasó una mano por mi cabello, el recorrido no duró mucho puesto que lo había cortado hasta los hombros hacía sólo una semana y además lo usaba en una coleta.

-Tendrás nuevas lecciones, bebé -papá me calló con la mirada antes de que empezara a gritar de la emoción, no capté que él no estaba concediendo nada-. Antes de que digas nada, te sugiero que abras tu regalo.

La caja era casi completamente cuadrada así que no podía ser una espada, ¿Una armadura tal vez? ¿O una daga?

Con un inexplicable temblor deshice el nudo, levanté la tapa y...

-¿Un vestido? -murmuré con disgusto-. Papá no necesito más lecciones de baile.

Mi nariz arrugada sólo le causó gracia a papá.

La Dimensión de DanuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora