Capítulo 27: Un acto incomprendido

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Ya era de día cuando Alexander llegó al castillo con su presa, aún inconsciente a causa de un hechizo que el Conde aplicó en él. Los alrededores del castillo están rodeados por el mercado del condado, algo mucho más pequeño que el de la Condesa Alexa, pero igualmente surtido y funcional para los aldeanos que no querían –O no podían– salir de los límites del dominio de Alexander. Una vez los soldados aparecieron en el mercado a plena luz del día, los mercaderes y los compradores hicieron un silencio absoluto, dado que el contingente de soldados liderados por el Conde se veía como un espectáculo de imponencia al caminar a través de los puestos del mercado. El contingente estaba liderado por el Conde Alexander, vestido con su armadura ligera pero resistente, tras de él estaban dos soldados con una mano en su arma, dispuestos a atacar a quién osara acercarse demasiado al Conde y finalmente otros cuatro soldados oscuros cargando el peso de una pequeña celda, con un elfo desmayado dentro. Los aldeanos al ver aquella postal comenzaron a murmurar entre ellos, en un comienzo lo suficientemente bajo para que ni el Conde ni los soldados oyeran, pero a cada paso que daban, los murmullos fueron aumentando de tono; incluso los más atrevidos dieron un pequeño abucheo en símbolo de protesta, dado que era completamente sabido que los elfos son una raza sagrada, portadores innatos de la terrible y devastadora magia, de los cuales habían rumores de que podían crear maldiciones que duraban por generaciones.

–Hay cosas que puedo soportar y otras que no...ésta es una de ellas– Mencionaba un aldeano indignado en susurros a su mercader, quién miraba con ojos de reproche al silencioso contingente que caminaba a paso constante hacia el castillo.

A medida que fueron avanzando por el mercado, los abucheos y los gritos comenzaron a aumentar de volumen, a tal punto que otros aldeanos se sumaron al descontento y de un momento a otro comenzaron los silbidos y gritos de enojo por haber tocado una raza sagrada como son los elfos.

–¡Nos vas a acabar a todos– Gritaba un aldeano, con rabia contenida en su voz.

–¡Los elfos no se tocan! ¡Harás que vengan a atacarnos y nos destruirán! – Los gritos fueron subiendo de tono a cada paso, a lo que el Conde finalmente cedió y detuvo al contingente de soldados, quienes se movieron al unísono protegiendo al conde y al elfo dormido. Alexander se movió en dirección a los gritos, quienes aún seguían proclamando su descontento. El Conde levantó una mano y de a poco los gritos fueron cesando.

–Queridos habitantes de este lugar, estoy consciente que esta escena se ve un poco extraña para ustedes e incluso alarmante para algunos, pero créanme, estamos ad portas de un momento decisivo para nuestro Condado e incluso para nuestra supervivencia, hay un mal que asecha nuestro mundo y por el cual estoy arriesgando tanto, todo esto lo hago para ayudarlos, para asegurar SU bienestar...– Habló el Conde con el tono más tranquilo y con la convicción más potente de sus palabras. No funcionó. Los gritos volvieron y esta vez con más fuerza, incluso algunos mercaderes tomaron frutas y verduras para lanzar a los soldados que llevaban al elfo; los soldados, inmutables, no se movieron un centrímetro de su posición. El Conde comenzó a molestarse, pero la cantidad de gente que le gritaba de a poco comenzó a intimidar su mente y su corazón. De pronto, de lo profundo del castillo surgió un sonido aterrador, un sonido gutural tan fuerte y tan potente que cada ser vivo en kilómetros a la redonda se intimidó. Incluso los soldados se incomodaron, incluso el mismo Conde Alexander se intimidó con aquel sonido tan fuerte, tan imponente, ese era su dragón, Volksvir, quién con un terrible rugido calló casi al instante a los aldeanos, a los animales e incluso el aire se estremeció. El Conde sonrió con satisfacción y continuó su camino hasta su castillo, ante la impávida mirada de los aldeanos, quienes aún miraban con enojo y vergüenza pero no decían ninguna palabra al Conde, orgulloso Jinete de aquél temible Dragón.

Una vez llegado al castillo, se dirigió con sus soldados a los calabozos, donde abrieron la celda y dejaron al elfo ahí, lanzándolo como un animal. Luego de cerrar el calabozo, el Conde ordenó a sus soldados que los dejaran a solas, cosa que los hombres obedecieron al instante. Luego, mencionó unas palabras en el idioma antiguo y en su anillo se generó un brillo plateado, con el cual apuntó al elfo, para que éste despertara. El elfo de pronto comenzó a notar dónde se encontraba y con desesperación intentó salir, ante la mirada de Alexander, quién se rió de aquel fútil intento de escape. El elfo queda mirando al Conde y con una desesperación contenida, le dice:

Las Crónicas de Ghildeón 1: El gran ViajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora