cuatro

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—No puedo esperar para fecundarte, criatura.

El Omega se quedó perplejo, quieto en su lugar. Sus grandes ojos recorrieron aquel enorme cuerpo, aquella inmensa estatura. Su piel se erizó como nunca cuando sintió la mano ajena tocar sus muslos, el corazón del pequeño se aceleró con fuerza y sus dedos se posaron en los brazos ajenos cuando sintió que le levantaban el camisón. Su desnudez le prendió las mejillas como fuego al mirarlo a los ojos.

—Yo... —se le cerró la garganta, el gran cambiaformas lo arrastró hacia la cama y se agachó un poco para besarle. Sus labios se encontraron y el Omega frunció el ceño, apartó el rostro rápidamente—. No.

—¿No quieres? —le susurró el hombre y lo miró a los ojos. No lo conocía, no lo conocía ni de cerca. Sus ojos se clavaron en los suyos como dagas, jamás en su vida había visto a ese hombre y debía entregarle su cuerpo. Su corazón latió con fuerza y posó una mano sobre el pecho ajeno, intentando alejar su presencia, sentía su aroma fuerte, picante, tan dominante. Se preguntó qué tipo de bestia se ocultaba tras esa piel cubierta de vellos, qué animal se ocultaba tras esos ojos mortíferos. Se sentía pequeño, frágil, el Omega miró su cuerpo, su camisón estaba levantado y podía ver sus partes íntimas, su piel limpia, su pene pequeño, su vello púbico. Sus piernas lucían cortas, su cuerpo lucía demasiado delgado debajo de aquella bestia enorme que buscaba penetrar sus entrañas. Sus ojos se cubrieron de lágrimas y sus labios temblaron cuando toda su anatomía empezó a emitir feromonas.

El hombre lo miró extrañado y sus ojos cambiaron, no como un Alfa, no, porque el rojo ni se asomó en aquellas orbes. Porque la naturaleza del Omega desconocía la ajena, porque su cuerpo tembló cuando observó que el color se volvía más tenue, más claro. Notó que la piel del cambiaformas empezó a tornarse como la de un leopardo, y se detuvo cuando rápidamente le despojó el vientre de toda ropa. El pequeño chico se encogió, cubriéndose, pero el contrario le apartó las extremidades del estómago. El Omega se quebró en desesperación cuando el hombre asomó su nariz al vientre, y olisqueó, sus ojos se agrandaron, inhumanos, extraños. El rostro del más pequeño se llenó de tal terror cuando el ajeno lo miró seriamente, asomó su gran mano a los glúteos, a sus partes íntimas, justo cuando aquella pequeña criatura llevó sus manos a su boca para callar los sollozos. Los dedos ajenos se hundieron en su interior, largos, grandes, su cuerpo se arqueó y rápidamente fue en busca de aquella muñeca, sus dedos apenas pudieron tomarla por completo, pero lograron sacarlo.

El cambiaformas los llevó a sus labios y su lengua lamió la humedad que tenían. El Omega tembló cuando la mirada se oscureció y la bestia le mostró los colmillos, rápidamente se alejó de él y lo tomó del brazo. Lloró con fuerza, agitado, su mano sostuvo con fuerza su vientre cuando lo arrastraron por un pasillo, cuando notó los innumerables aromas que sostenía aquel lugar. Los ojos del pequeño Omega pudieron ver escenas, acciones, demasiadas, del cómo un cambiaformas tomaba a uno de ellos. Cómo los hacían suyos, podía oírlos, podía olerlos, la Gran Casa parecía una enorme estructura elegante por fuera, pero por dentro, el lado animal y morboso de cada uno florecía como la maleza. El dolor en su brazo lo agitó, y lloró cuando bajaron las escaleras, los ojos del menor observaron la sala debajo, donde había estado antes, donde habían estado más de doscientos Omegas esperando ser elegidos por una bestia que buscaba llenarles el útero de cachorros. Pero él ya tenía uno. Uno pequeño. Y no sabía siquiera qué iba a pasar con él cuando finalmente tocaron el suelo y el hombre lo arrojó con fuerza.

El pequeño chico cayó contra la piedra dura llorando, sus ojos dejaron caer lágrima tras lágrima cuando levantó la mirada. Frente a él había un gigante, no, una bestia enorme que lo miró con grandes ojos. La mirada del chico se agrandó y su llanto se detuvo ante la enorme presencia, sus manos temblaron, sus rodillas lastimadas, mientras oía que el cambiaformas se quejaba altanero. Pero no podía oírlo, no podía. Porque lo miraba, lo miraba ahí, sentado en aquella especie de trono, con aquel cabello brillante, extraño, con ese rostro varonil y enorme, su cuerpo musculoso le hizo tragar saliva, sus brazos, sus piernas, podía jurar que el grosor de sus músculos era del tamaño de su propio cráneo. El pequeño se encogió de hombros, aquel cambiaformas tenía marcas por todo el cuerpo, marcas extrañas, y sus ojos, santísima madre, sus ojos le reflejaron un miedo inmenso, un respeto que le quebró los huesos y le enfrió la maldita sangre. Era él. Pudo notarlo en la vejez de su mirada, a pesar de su rostro joven, de su piel, de su cuerpo, era él. Él.

teeth ୨ৎ minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora