doce

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—No deberías estar solo por aquí.

El Omega se volvió. Rápidamente se puso de pie y el sol chocó contra su cabello medianamente ondulado. El niño traía aquel jardinero de jean que lucía enorme sobre su cuerpo. Supo al instante por la vejez de la tela y los extremos doblados que aquella ropa había sido heredada por su hermano mayor. Lo miró de pies a cabeza, tenía las piernas empapadas, ocultas en la corriente del río junto a una canasta con ropa.

A decir verdad, lo había visto pocas veces en la casa. El peligro que implicaba la guerra contra los cambiaformas había traspasado largas extensiones de tierras. Pero en el campo aquellas bestias no eran más que leyendas y cuentos para aterrar a los niños más pequeños. Cuando llegaron al hogar pidiendo alojamiento, se encontraron con una familia pequeña, dos Alfas que se encargaban de la comida, una madre callada y un Omega que era oculto celosamente en el sótano del hogar. El miedo que manejaban los analfabetos por las cosas que no entendían era tan fuerte como la necesidad de ese cachorro por tomar un poco de aire.

Habían hecho campamento fuera del hogar, y muchas veces había visto una delgada y pequeña sombra escabullirse por la noche, por las madrugadas más húmedas.

Al ver que el cachorro no respondía, siguió hablando. Mirando a su alrededor la dulce naturaleza que envolvía aquel río, en los ojos grandes del Omega.

—¿Si sabes que los cambiaformas toman como botín de guerra a los Omegas? —preguntó y el chico bajó la mirada a la sábana blanca en sus manos. La enrolló con cuidado, y lentamente empezó a guardar la ropa húmeda en el canasto. El Alfa no pudo decir nada ante la discreción de aquella criatura—. Sabes sobre eso, ¿verdad?

El Omega no contestó. Se acercó con lentitud, mirando el suelo, la corteza húmeda de los árboles y las grandes montañas que se alzaban sobre ellos. El simple paisaje lo hizo sentir diminuto en el mundo. Cuando el Alfa bajó la mirada, el Omega ya tenía la canasta en brazos y lentamente iba retrocediendo, tan silencioso y callado que un extraño calor inundó su pecho.

—A mí me contaban historias sobre ellos. Cuando era niño... —murmuró y observó con más atención su rostro. Era un cachorro bellísimo, de tierno cuello delgado y rizos ondulados. No supo bien si cruzaba los quince o los dieciséis años, pero era tan juvenil y vivo que envidió el simple hecho de ver sus manos delicadas y pequeñas. Bajó la mirada a las suyas, grandes, lastimadas y cubiertas de cayos y piel seca. Sonrió amablemente, y el Omega aflojó los hombros al verlo—. Me decían... Que ellos protegían la naturaleza. ¿Has visto uno anteriormente?

—No —lo escuchó susurrar y colocó sus manos tras su espalda. El Alfa miró las montañas.

—Dan miedo —aclaró—. Son tan grandes y extraños que el simple hecho de mirar a sus ojos aterra la conciencia de cualquiera. Dicen que viven más de cien años. Son raza pura..., no como nosotros.

El cachorro no respondió, pero sus ojos observaron las montañas. El Alfa clavó la mirada en su cuello, en su cuerpo delgado y pequeño, sintió que toda su piel se erizaba. Frunció el ceño cuando oyó su voz suave y lenta.

—Mamá dice que ellos cuidan nuestra cosecha —susurró y retrocedió un poco. El Alfa lo miró de arriba.

—Ellos destruyeron la ciudad —respondió.

—Estaban contaminando la naturaleza, destruyeron tierra sagrada y despertaron a los hijos de la montaña —no pudo evitar la sonrisa al escucharlo. La gente de campo era tan contraria con sus creencias que quiso mostrarle el desastre que aquellas bestias dejaron atrás. Las familias sin hogares, la muerte de decenas de Alfas... Pero aquella realidad era tan ajena a las familias agrarias que no se molestó en decir nada. Los cambiaformas eran bestias despiadadas, sin importar la razón por la que salieron de su nido de ratas.

teeth ୨ৎ minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora