El aire fresco del otoño incipiente trae consigo el retorno de Felipe, quedamos de vernos en la clínica veterinaria para la cirugía de esterilización programada. El desquiciado llegó como un vendaval, casi azotó la puerta de vidrio contra la pared al entrar, desesperado, mi cara de extrañeza fue equiparable a la del resto de dueños que aguardan su turno. Volteé el rostro hacia un muro al otro lado y fijé la atención en un póster con información acerca de las vacunas caninas, con la única intención de simular que no lo conocía. Spoiler: no funcionó, se sentó a mi lado con su modo dramático activado.
—Feli, ¿puedes dejar de ser un pendejo en público? —le dije entre dientes y lo vi sonreír, bastante burlón—. A veces me pregunto por qué eres mi mejor amigo —añadí, masajeándome la frente y me golpeó el hombro, indignado.
Mientras esperamos a que concluya el procedimiento quirúrgico y pasada la tremenda pena, aprovechamos para actualizarnos, después de todo, han transcurrido dos largos meses desde la última vez que nos vimos. Sé que estuvo por Santa Fé con su más reciente proyecto, pero nada como vernos para disfrutar de sus anécdotas.
Felipe no pierde tiempo y, enseguida, se pega más a mí, saca el teléfono para mostrarme fotografías del proyecto u otras que tomó de paseo por el poblado.
—¡Fue una locura! —exclama con entusiasmo—. Ejecutar el diseño del parque, en medio de ese frío, era insoportable. ¡Literalmente se nos congelaba el trasero!
—Pobrecito, supongo que apretaste el abrigo en la retaguardia.
—¡Por supuesto, Osvaldo! Las nalgas congeladas no son sexis.
Entre risas, revisamos las imágenes del atardecer en las montañas de Santa Fé y sonrío porque casi puedo sentirme allí. Desearía ser un nómada como él.
—Deberías animarte a acompañarme alguna vez —me dice Feli con una sonrisa cómplice, esperanzado. Quizás mi deseo fue muy evidente, pero decido evadirle la mirada y centrarme en pasar fotografías por lo cual suspira, resignado—. Cierto, te asusta dejar el nido.
—Sabes que no es eso.
—Ni siquiera viajarías solo, sino conmigo, Osvaldo —añade con obviedad, aunado a una mirada tan profunda y brillante que me transmite mucha confianza. Lo observo en silencio durante un rato, detallando los destellos caramelizados que parecen brotar de sus iris. Su rostro, de repente adquiere un gesto dramático—. ¡Tu mejor amigo, quien más te conoce y desea mostrarte el mundo!
—¿Cuántas veces debo decirlo? Deja de ser un pendejo en público, ¿sí? —contesto fastidiado porque el tonto se ha aferrado a mi brazo con su dramatismo extremista. Felipe ríe y niega en silencio para continuar con las fotografías.
Es inevitable sonreír ante el aspecto final del parque, resulta impresionante. Mi amigo tiene un don: su creatividad y ojo para ver el hermoso potencial de cada ambiente. Eso lo ha llevado alrededor del país, es un tipo admirable.
—Casi lo olvido, esto es para ti —dice de repente. Lo veo sacar una bolsa de cartón del bolsillo frontal de su sudadera y siento escalofríos en la nuca.
Aunque es más pequeña que las de sus típicas bromas, ni siquiera me atrevo a recibirla. Lo observo con cautela, temeroso del contenido; Felipe sonríe burlón, pero ante mi negativa, él mismo lo abre para mí antes de entregármelo.
—¿Una cabra montañesa? —le digo, confundido, en cuanto tengo entre mis manos la figurilla de cerámica que me trajo, cuya base lleva grabado un raro nombre—: ¿Polqui?
—Es la mascota oficial del pueblo —explica, muerto de risa—. Quería una cosa de Las tortugas ninja, pero ya que no encontré algo así, te traje otro animal.
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¡Qué no me llamo Osvaldo!
HumorFlorisvaldo es quizás el peor nombre sobre la faz de la tierra, aunque sea apenas la punta del iceberg en la patética vida de un perdedor o, al menos, eso piensa él. Hijo del medio, treinta años y aún vive en casa de sus padres por ansiedad social;...