Me levanto para ir al baño, pero termino perdida, contemplando las luces de la ciudad, a través de la ventana de la sala. Esas edificaciones, con formas geométricas innovadoras, repletas de LED y colores, me obligan a pensar en la ansiedad y los nervios que sentí hace tantos años, cuando dejé atrás el caserío campestre de mi abuela.
En Oaxaca, el sol se ponía sobre las montañas y el río susurraba en la distancia. San Sebastián me envolvió con sus luces y colores incesantes, me deslumbró con edificios que alcanzaban el cielo y con gente que nunca duerme. La ciudad latía con una energía frenética, como si el tiempo mismo se acelerase.
Temblé al interior del autobús que nos transportaba. El pequeño Alonso apretó mi mano, quizás para reconfortarme o tal vez apabullado, como yo, lo que haya sido me hizo sonreír. A pesar de que la vida que conocía se puso de cabeza, y que Alfredo solía compararnos, el chiquillo me agradaba. Con los meses llegó a ser un hermano real y amigo; en aquel tiempo, jamás habría imaginado la terrible forma en que nuestra relación se vendría abajo.
Aquella metrópoli vanguardista, pronto comenzó a rezagarse, tras el autobús, mientras Mamá y Alfredo nos llevaban a nuestro nuevo hogar, ubicado en un barrio tranquilo. Pero yo no me sentía en paz. Extrañaba a la abuela, su sonrisa, su abrazo. Ser consciente de que nunca volvería a verla y que jamás podría disculparme por decepcionarla, me produjo una enorme tristeza que ni siquiera podía expresar en lágrimas, por temor a una reprimenda de mi padrastro.
Llegamos durante el verano, Alfredo decidió ocupar mis vacaciones convirtiéndome en un hombre de verdad, enseñándome su oficio como jardinero. Era duro, pero me gustaban las flores, a veces me quedaba con alguna y, a escondidas, la colocaba en mi cabello, como Renata solía hacer. También la extrañaba mucho a ella.
Yo intenté complacerlo, para evadir sus correctivos, no siempre me golpeaba; sin embargo, cuando lo hacía, podía ser muy duro. Aun así, mi mente vagaba entre lo correcto para ellos y aquello que sentí que lo era.
Desde que inicié el colegio, las chicas comenzaron a fijarse en mí. Me decían que era lindo o que tenía unos ojos bonitos. Me halagaban y aunque no sabía cómo reaccionar, de alguna manera, era más segura su compañía que la de los chicos. Conforme crecí, también lo hizo mi interés por ellas, me gustaba cómo se veían, cómo se comportaban o vestían y de repente, después de varios años, aquella sensación extraña que experimenté cuando Renata me maquilló retornó con mayor fuerza a los dieciséis, un día en que acompañé a mi novia a una tienda de ropa elegante.
Lisa cumpliría dieciséis dentro de algunos meses y fantaseaba con su fiesta glamorosa, quería probar, cuál de aquellos vestidos pomposos le iba mejor. Mientras ella estaba en el probador, con ayuda de la asistente de tienda, yo caminaba entre los corredores repletos de colores brillantes y me topé frente a frente con un espejo de cuerpo entero, entre aquel y yo se hallaba un hermoso vestido color jade, la imagen de mí misma, usando esa prenda, mientras bailaba un vals antiguo atravesó mi mente. Una sonrisa se me escapó.
—¿Feli? —La voz de Lisa me sacó de la ensoñación y giré para verla—. ¿Qué haces con ese vestido?
—Nada, nena, creo que te iría lindo —respondí un poco nerviosa—. Serías como la princesa Tiana.
Lisa frunció el ceño y contempló el vestido, un rato con recelo, después sonrió y respondió emocionada.
—¡Ay, sí, quiero ser Tiana!
Suspiré, aliviada, en cuanto ellas se fueron de vuelta a los probadores, pero mi corazón latía con desespero. «¿Qué me pasa?», me pregunté frente al espejo. Había crecido como un chico completamente normal. Me gustaban las chicas, incluso formaba parte del equipo de fútbol del colegio, los fines de semana y en vacaciones trabajaba la jardinería con Alfredo porque, yo quería comprarme un auto y llevar a Lisa de paseo. Él y yo aprendimos a llevarnos bien, hasta se sentía orgulloso de mí y de repente ocurría eso. Sentí miedo.
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¡Qué no me llamo Osvaldo!
UmorismoFlorisvaldo es quizás el peor nombre sobre la faz de la tierra, aunque sea apenas la punta del iceberg en la patética vida de un perdedor o, al menos, eso piensa él. Hijo del medio, treinta años y aún vive en casa de sus padres por ansiedad social;...