Era la primera vez que asistía a un colegio con uniforme obligatorio. Apenas me lo puse en la mañana, me replanteé si mi propósito era tan importante como para usar la ropa más triste que había visto jamás: la pollera a cuadrillé en tonos grisáceos, el suéter de un gris claro y la corbata que me ahogaba. O tal vez eran los nervios. No lo sabía.
Lo cierto era que el uniforme era solo una pequeña parte de lo que constituía la imagen del colegio. Había oído hablar de la Academia Santa Ana como todos los marplatenses. Había visto su gran edificio asomarse tras las copas de los árboles que pertenecían a su campus, pero jamás imaginé lo imponente que se sentiría detenerse ante él una vez cruzada la entrada que iba desde la vereda hasta varios metros dentro del recinto.
Matías con sus trece años y su deseo de llevarse el mundo por delante, admiraba el edificio de varios pisos con la boca abierta.
—Te va a entrar una mosca.
Matías recobró su compostura. Atinó a dar un paso antes de que lo detuviera tomándolo de la manija de su mochila que parecía ser más grande que él.
—¿A dónde vas? Tenemos que ir a preceptoría y ahí nos van a decir dónde ir.
Matías suspiró. Caminamos juntos a través de las puertas de vidrio hacia un patio interior, con mesas y plantas. Varios alumnos uniformados se reunían en las mesas iluminadas por el débil sol otoñal de las siete de la mañana, poniéndose al día sobre lo que habían hecho en las vacaciones. Recorrí con atención los rostros, pero ninguno causó nada en mí. Mi propósito no estaba en este lugar.
Miré hacia mi lado. Matías había desaparecido.
Lo encontré levantando la mano, enfadado, junto a una puerta gris como todo este lugar. Me acerqué.
—¿Cómo te vas a ir así? —pregunté al tiempo que la puerta se abrió, revelando una mujer pequeña con el cabello en un rodete desaliñado.
Le sonreí, porque debía ser alguien importante si salía de una oficina.
—¿Están buscando algo?
—¿Nos podría indicar nuestros salones? Somos nuevos —explicó Matías, utilizando un tono de voz cordial que jamás había oído en él.
—¿Cómo se llaman? —preguntó la señora, abriendo una de las carpetas rojas que tenía en mano.
—Matías Anastasio y Moira Anastasio.
La mujer, en equilibrio con las otras carpetas, buscó con ayuda del dedo nuestros nombres, primeros en la lista.
—Matías, estás en el segundo piso. El segundo salón apenas salís de las escaleras. Moira, seguís derecho por el patio interior hasta el pasillo y te encontrás con los casilleros y el único salón que hay, es ese.
—Muchas gracias. —Matías volteó sin mirarme. Tuve que cerrar la mano para detener el deseo de tirar de su mochila.
El patio interior estaba prácticamente vacío excepto por un dúo de estudiantes que subieron las escaleras detrás de Matías.
Tomé aire y caminé hacia la dirección que la señora me indicó. Crucé las mesas, las plantas y el patio sin alejarme del ventanal, desde donde podía ver las canchas de voley y fútbol a lo lejos, y llegué hasta los casilleros.
Supuse que el profesor aún no había llegado. Dos alumnos, que serían mis compañeros, estaban hablando entre sí y se callaron al verme llegar. Traté de no darle importancia y giré para ingresar al salón, solo para chocarme con el cuerpo de otra persona.
—Perdón...
Las palabras quedaron en segundo plano cuando mis ojos encontraron lo que había venido a buscar. Mi propósito se encontraba sentada en un banco al fondo del salón, junto a la ventana. Tenía su cartuchera y un cuaderno sobre la mesa. Escribía algo en lápiz con el ceño ligeramente fruncido.
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Mi propósito en esta vida
Teen FictionEn el agitado Mar del Plata de 1992, Moira enfrenta su último año de secundaria con una carga única: un propósito en la vida que aún no comprende. En su nuevo colegio, descubre que Josefina, una compañera reservada y brillante que se prepara para la...