Era increíble la capacidad de Josefina para llevar a cabo tantas tareas a la vez, de esto no había duda alguna. Sin embargo, tampoco se necesitaba ser una genio para darse cuenta que las horas estudiando y trabajando le estaban pasando factura. Se le notaba en el rostro, en sus ojos, en su piel, en sus movimientos más lentos de lo normal. Me sorprendía que nadie hubiera hecho ningún comentario al respecto.
Josefina colgó la lámina que había hecho para la feria en la pared del hall, detrás de la mesa donde nos sentaríamos el día de la feria, y donde ahora estaba haciendo las tarjetas del juego educativo.
—¿Cómo hacés para hacer tanto?
Josefina me miró con una sonrisa en el rostro. Se sentó a mi lado y tomó unas tarjetas sin escribir y un fibrón.
—¿Para hacer qué?
—Estudiar, las Olimpiadas, esto. —Señalé la lámina.
—Estoy acostumbrada —dijo, inclinándose hacia delante para escribir en la tarjeta. Esperé, porque supuse que diría algo más. Y así fue—: Las matemáticas siempre fueron fáciles para mí. Mi papá me mandó a un profesor particular cuando notó que me iba bien y entendía todo sin problemas. El profesor le dijo que tenía un don. —La palabra pareció no gustarle del todo—. Y que tenía que explotarlo. La escuela se enteró y nos ofreció ponerme un profesor particular, a cambio de que me presentara en competencias y pusiera el nombre del colegio bajo una luz positiva. —Parecía citar algo que había oído en el pasado.
—La escuela debería darte algo más a cambio, por todo lo que hacés —bromeé. Josefina no reaccionó—. ¿Y a vos te gusta todo esto? —pregunté, no estaba dispuesta a dejar ir la conversación más larga que habíamos tenido hasta ahora.
—Me gustan las matemáticas.
Dejé la pila de tarjetas a un lado, ya había terminado mi parte.
—Tu papá te banca en todo, ¿no?
Josefina suspiró. Tapó el fibrón y sopló sobre lo que acababa de escribir, aunque fuera innecesario.
—¿Y qué onda con Santiago?
Me tomó por sorpresa su pregunta. No creí que hubiera estado pendiente de lo que sucedía entre Santiago y yo. Tampoco se me pasó el hecho de que había ignorado mi pregunta; pero, una vez más, salvar la conversación era más importante que insistir en algo que no quería contarme aún.
—Nada.
Josefina alzó las cejas.
—Dale.
—Nada —repetí, soltando una risa que me delató—. Nos vemos de vez en cuando.
Josefina abrió la boca en un gesto exagerado de sorpresa.
—¿Y qué onda? ¿Cuántas veces se vieron ya?
Quise mantener una expresión fría, pero fallé. Proseguí a contarle que nos habíamos visto más veces en grupo que solos, y que apenas habíamos tenido una primera cita. Le conté que habíamos ido al cine, que habíamos paseado por la Rambla y que me había acompañado hasta mi casa. Y en todo el tiempo que estuve contándole lo que viví, una sonrisa se escapaba de mis labios y podía recordar cada detalle de aquel día aunque no pudiera recordar qué había cenado la noche anterior.
—Te gusta, ¿no?
—Un poco.
Las palabras se me escaparon. Ambas lo notamos y reímos.
—Creo que ya está todo —dijo Josefina cuando las risas murieron—. Falta tu lámina.
—La voy a hacer hoy. —Tomé aire y pensé por cinco segundos si arriesgarme sería lo correcto—. La pasé bien. Estaría bueno vernos algún día, sin libros ni uniformes.
Josefina sonrió, y se sintió diferente.
—Estaría bueno.
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Mi propósito en esta vida
Teen FictionEn el agitado Mar del Plata de 1992, Moira enfrenta su último año de secundaria con una carga única: un propósito en la vida que aún no comprende. En su nuevo colegio, descubre que Josefina, una compañera reservada y brillante que se prepara para la...