Capítulo 18

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Ya no me sorprendía que Josefina faltara a clases, con las Olimpiadas a la vuelta de la esquina, debía tener su cabeza metida entre números las veinticuatro horas. Lo que sí me preocupaba era el aspecto deplorable de Santiago, que parecía caminar por el colegio como un espectro. Se sentaba en clases con los ojos puestos en el pizarrón, pero parecía estar dormitando.

—Nunca lo vi así —me dijo Julián en uno de los recreos que Santiago se había quedado en el aula; según tenía entendido, era para aprovechar el tiempo y seguir estudiando. Ahora dudaba—. Pero tampoco conozco a nadie que se esté preparando para los Juegos Olímpicos, ¿vos?

Sacudí la cabeza.

—Debe estar re estresado. Sus papás son exigentes.

—Me di cuenta —dije, recordando su último intercolegial, cuando Santiago me había contado que a sus papás no le interesaban ese tipo de competencias.

—¿Y lo de Josefina?

—¿Qué cosa?

—Me preguntaste si sabía algo de su familia. ¿Pudiste averiguar algo?

Volví a negar con la cabeza y bebí un poco del agua de mi botella. Me sentía culpable; porque sabía que debía tener mis energías en ella. Pero al mismo tiempo, mi mente me impedía alejarme de Santiago. Quería ayudarlo, y estar ahí para él. Incluso si no fuera mi propósito en esta vida.

Al terminar las clases, caminando junto a Matías, Julián y su hermano Federico, me detuve antes de cruzar la calle.

—¿Qué pasa? —preguntó Matías, el primero en notar que me había alejado del grupo. Detrás de él, Julián y Federico nos esperaban.

Me acomodé la mochila.

—¿Te enojás si vas solo a casa?

Claro que estaba descolocado. Nunca le había pedido permiso para irme a otro lado al terminar las clases. Siempre hacía lo que yo quería. Esta vez era diferente, porque si hacía lo que deseaba en lugar de volver a casa y pensar en mi propósito con Josefina, podía poner en peligro mi vida como la conocía... ¿Y entonces qué pasaría?

Estaba preguntándole a Matías, porque si su respuesta me permitía darme la vuelta, entonces lo tomaría como una señal de que estaba haciendo lo correcto.

—¿Por qué me enojaría?

Era lo que quería escuchar.

—No me esperes —dije, dándome la vuelta para volver hacia el colegio.

Estaba desierto. Era extraño estar ahí cuando no había nadie; el silencio me incomodaba.

Caminé hasta las piletas y me detuve cuando oí unas voces dentro. Aquellas voces no eran amigables, el tono de voz era alto. Me paré junto a la puerta para oír sin que me vieran.

—¿Se puede saber dónde tenés la cabeza? ¿No era esto lo que querías?

Sentí que me estaba levantando la voz a mí. El hombre suspiró. Oí unos pasos y me alejé un poco más de la puerta, temerosa de que fuera a verme.

—¿Para qué me hacés venir hasta acá? Si no querés hacerlo, me lo decís y dejamos todo. No me hagas perder el tiempo.

Los pasos se acercaron aún más y traté de volverme invisible cuando el hombre salió; pero no fue necesario: estaba tan enojado que ni siquiera se percató de mi presencia.

Lo observé alejarse en un saco de vestir largo. No era el entrenador.

Podía haber elegido irme, alcanzar a Matías y decirle que había recapacitado; pero no lo hice.

Entré. Santiago levantó la mirada al escucharme ingresar, tenía los ojos vidriosos, vestía el uniforme deportivo del colegio y su cabello estaba seco. No había entrenado.

Presionó sus ojos con los dedos para eliminar las lágrimas y me sonrió; era una sonrisa genuina y de alivio. Tal vez se debía a que no era el hombre el traje, o tal vez se debía a que simplemente era yo.

—¿Vamos a caminar? —pregunté.

Llegamos a la playa en silencio

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Llegamos a la playa en silencio. Quería preguntarle qué había pasado, pero quería que me contara sin que yo se lo pidiera.

—¿No tenés hambre? —pregunté, en un intento absurdo de llenar el silencio.

Santiago sonrió, tomaba la correa de su bolso con ambas manos.

—Gracias por venir.

Aminoramos la marcha. Nos sentamos en la misma piedra de aquella noche; esta vez el cielo teñido de un azul grisáceo por las nubes. El oleaje más calmo, en contraste con nuestras emociones.

—Perdón por no haber ido antes.

—No pasa nada. Perdón por lo que tuviste que escuchar.

—¿Es una competencia de perdones?

Santiago rió.

—Estaba cansado, por eso no rendí como siempre. También estoy nervioso.

—Te va a ir bien. Es lo que querés. Todos sabemos todo lo que hiciste para clasificar.

Santiago me miró. El gris del cielo reflejado en sus ojos marrones. Una de sus manos, apoyada en la piedra. Noté con cierto nerviosismo que se había acercado un poco más a mí. Se detuvo, asegurándose de que no me había alejado. Y no lo había hecho, porque yo también quería que me besara.

Acortó la poca distancia que quedaba entre nosotros hasta que nuestros labios se encontraron. Fue mi primer beso. Por ende, mi experiencia era nula. Y, aún así, estaba segura que ningún beso en el mundo sabría igual de mágico que el de Santiago.

Mi propósito en esta vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora