Capítulo 9

4 1 7
                                    

Veía a Josefina solo en clases. Todo iba normal entre ella y yo, pero me resultaba difícil no preguntarme cuál era mi verdadero propósito en esta vida. Estaba estancada. Me parecía injusto que no pudiera recordar nada de mis vidas anteriores. De hacerlo, podría saber si mis otros cuerpos fueron más astutos o si también tardaron meses o hasta años en resolver sus propósitos.

¿Y qué pasaría si no lo resolvía?

—La mugre no se va a juntar sola —gritó Juliana pasando detrás de mí a la otra cuadra.

¿Y por qué seguía haciendo este trabajo?

Cierto. Mi mamá.

Barrí las hojas secas del cordón y las tiré en la bolsa. Acercándose hacia mí, reconocí a mi hermano y su amigo, el hermano de Julián. Se habían vuelto inseparables. Muchas veces, cuando salía de mi cuarto, lo veía en el pasillo como parte de nuestra familia.

Pensé que seguirían de largo, era temprano en la tarde del sábado y seguramente estarían yendo a algún compromiso.

—No sabía que trabajabas en la municipalidad —dijo Federico, deteniéndose a mi altura.

—No es un trabajo. No me pagan.

Federico miró a mi hermano. Aún no se había acostumbrado a mis contestaciones. Por suerte, Matías sí.

—Vamos a los jueguitos. ¿Querés venir?

Tomé aire. Apenas había empezado en esta nueva cuadra. La fila infinita de hojas estancadas junto a los cordones me gritaban porque me fuera lo más pronto posible.

Puse la escoba dentro del carro.

—Vamos antes de que se enteren.

Pensé que pasaría tiempo con mi hermano y su amigo, que jugaríamos algún jueguito de carreras o tiros, pero cuando llegamos al lugar, entre las máquinas ruidosas, niños corriendo de un lado para el otro sudorosos, estaban Santiago y Julián, entret...

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Pensé que pasaría tiempo con mi hermano y su amigo, que jugaríamos algún jueguito de carreras o tiros, pero cuando llegamos al lugar, entre las máquinas ruidosas, niños corriendo de un lado para el otro sudorosos, estaban Santiago y Julián, entretenidos con el pinball. Ninguno de ellos me esperaba. Me miraron sorprendidos y la pelota del pinball se deslizó por el hueco. Julián dio un puñetazo al aire por haber perdido la partida.

—¿No tenías que trabajar? —preguntó con un poco de bronca.

—No estaba entretenida la basura hoy —dije, mirando las pantallas como si estuviera eligiendo en cuál sentarme y no tratando de ignorar la mirada divertida de Santiago.

Matías sacó la tarjeta y la tomé de su mano.

—¿Está cargada? —pregunté, alzándola sobre el aire para que no pudiera agarrarla.

—Sí —contestó entre dientes—. Mamá la cargó ayer.

—Salí —le pedí a Julián, que se hizo a un lado para que pudiera pasar la tarjeta en el pinball—. Soy una experta. —Apoyé una mano en el pecho y le di la tarjeta a Matías—. No te gastes todo. Yo también quiero jugar.

Mis palabras se perdieron en el aire cuando Matías y Federico salieron corriendo apenas agarraron la tarjeta. Me aclaré la garganta para volver mi atención al juego. De un lado, tenía a Julián con los brazos cruzados, mirándome como si fuera su próxima competidora a vencer. Del otro, tenía a Santiago, también cruzados de brazos, pero apoyado en la pared relajado y con las luces del juego iluminando sus ojos.

Desconocía quién me intimidaba más, si Julián o Santiago. De todas maneras, perdí a los tres minutos de haber empezado. Creí que ahí había terminado nuestra aventura, pero Julián tenía su propia tarjeta cargada y muchas ganas de verme perder la dignidad en otros juegos.

Había pocos juegos que permitían tres jugadores. Pasamos por todos y a todos los perdí. Los de lucha, disparos y carreras. En cada uno de ellos, salía última, moría primero o las vidas se me terminaban a los dos minutos de haber comenzado. Tras varias burlas por parte de Julián y risas silenciosas de Santiago, Julián se sentó en una de las máquinas del Pac-Man y nos entregó la tarjeta.

—Vayan a divertirse a otro lado.

Santiago me sonrió.

—¿En qué otro juego sos experta?

Puse los ojos en blanco, pero le señalé con la cabeza el tejo.

—¿Estás segura? —preguntó cuando nos acercamos a una de las tablas.

—Por supuesto —dije, apoyándome en el borde.

Claro que no lo estaba. Cuando iba a los jueguitos con Matías, ganaba en cada uno y me regocijaba, mientras él lloraba y pataleaba hasta que se cansaba y pedía irse. Quería creer que era porque podía ganarle a mi hermano de trece años, pero no a compañeros de mi edad. Quería creer que nada de esto tenía algo que ver con Santiago y el nudo en la boca del estómago.

—Mmm... —susurró Santiago, golpeando la tarjeta contra sus dedos—. Hagámoslo más divertido.

Fruncí el ceño.

—Si te gano tres veces, salgamos juntos.

—Pero ya salimos.

—Solos.

Giré para ponerme en mi posición, y para ocultar mi sonrisa. Cuando lo miré, aún estaba junto al aparato para pasar la tarjeta. Le señalé con la mano que lo hiciera.

La ficha salió de mi lado, la última persona que había estado ahí, había perdido. Más tarde usaría esto como excusa de que el puesto estaba maldito, porque no pasaron más de diez minutos cuando Santiago metió la ficha tres veces.

—Me parece que te dejaste ganar.

Sentí las mejillas calientes mientras caminábamos uno junto al otro en busca de Julián.

—¿Cuándo nos vemos?

Santiago sonrió. Su brazo rozó con el mío.

—Mañana podemos ir a caminar, ¿te parece?

Asentí. Me parecía perfecto.

Encontramos a Julián jugando al pinball.

—¿Estás jugando tu revancha? —pregunté.

Julián apenas me miró.

—Estás colorada.

Mi propósito en esta vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora