Prólogo

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Alexander miró la verja y la cadena que cerraba la puerta. Washington siempre le mandaba a repartir las cartas y aunque no era la tarea que más adoraba, prefería hacer eso antes que muchas otras tareas aburridas del ejército. —¡El correo!— Gritó. No podía dejarlo allí como si nada, capaz algún británico lo robaba. Además, Washington le había dicho que debía asegurarse que llegaba. —¡¿Hola?!— Por allí no se aparecía nadie.

—Buenos días— dijo un joven saliendo de entre unos árboles. Parecía que estaba cuidando el jardín. —¿Es el correo? ¿Es para el rector?— Preguntó tomando la carta entre la verja y leyó el destinatario. —Muchas gracias, teniente coronel. Yo se la entrego. Ten un buen día.

Alexander se marchó del seminario y regresó al cuartel con su caballo. Allí cenaron todos juntos y Washington los mandó a descansar. Al día siguiente debían empezar a empacar para trasladar la sede hasta el seminario y además iban a usarlo de hospital para la próxima campaña.

No le costó en lo absoluto quedarse dormido. Por aquel entonces tener el día tan atareado terminaba con todas sus energías.

De buena mañana fueron a emparejar las cosas y mandar algunos carros hacia el seminario. Hacía demasiado frío como para quedarse en aquellas tiendas y si alguien lo sabía bien era Alexander. Pasaba todo el día al lado de la hoguera temblando y perdía toda su energía en eso cuando se supone que debía descansar. —¿Quieres mi capa, Alexander?— Le ofreció Lafayette.

—No, así está bien— dijo sentado. Lo que le faltaba, justo había empezado a nevar.

—Si no te mueves tendrás más frío.

—Me duelen hasta las rodillas de frío que hace. Déjame— dijo el pelirrojo.

—Está bien, pero justo detrás tienes la tienda de Charles Lee.

—Agh— dijo levantándose. —Pues me voy a sentar a otro lado. Odio a ese hombre.

Al día siguiente se fueron al seminario. Salieron bien temprano y llegaron tarde. Estaba bastante lejos y Alexander lo sabía bien.

Washington saludó al rector, un sacerdote mayor con un rostro bastante serio, pero había escuchado que era un buen hombre. John, el joven seminarista que cogió el correo le enseñó a los ayudantes de campo de Washington sus respectivas habitaciones. —¿Y tantas habitaciones vacías?— Preguntó Lafayette sorprendido.

—Casi todos mis compañeros marcharon a Europa cuando empezó la guerra y otros se han alistado al ejército. Quedamos tres— dijo.

—¿Y no te irás?— Dijo Alexander y John negó.

—No, hermano. Dios mantendrá en pie este lugar si así quiere. Ahora será un hospital funcional y si mis compañeros no hubiesen abandonado el lugar podrían ayudar en nuestra causa.

—Eso es realmente genial— contestó Lafayette.

—Si necesitais algo estoy en la habitación cinco— dijo una vez todos estaban acomodados. —¿Hasta cuando os quedaréis?

—Cuatro meses— respondió Alexander. —El invierno.

John asintió y se marchó. Entonces, Alexander entró a la habitación. Hacía mucho tiempo que no tenía una propia. Antes de deshacer el poco equipaje que llevaban, se sentó en la cama. Era muy cómoda y la habitación, aunque algo anticuada era bonita. Tenía un escritorio para trabajar y un sistema de calefacción que conectaba con la chimenea de la sala.

Al rato fue a caminar por allí, a descubrir e investigar que aguardaba aquel lugar. Habían algunos pasillos un poco oscuros y otros más claros. Se asomó a una habitación que era una clase, aunque parecía que estaba en bastante desuso. También fue a la capilla porque escuchaba el órgano y eso era algo que le daba curiosidad. Como todo, en verdad, era muy curioso. Había un chico joven tocando y estuvo un rato mirando hasta que John apareció por la puerta y le susurró si necesitaba algo.

—¿Qué? No, no— dijo Alexander. —Solo miraba.

—Vamos a preparar la misa— dijo John viendo a su compañero. —¿Vas a venir?

—Yo... Es que no creo mucho en estas cosas, ¿sabes?— Dijo algo avergonzado. Sabía que debía hacerlo si quería escalar y casarse con la señorita Schuyler, pero aún no se había puesto en ello.

—¿Por qué?— Preguntó John desconcertado.

—No sé, nunca he ido a misa. Dos veces, tal vez— respondió.

—¿No has ido con tus padres?— Preguntó un poco extrañado.

—No tengo.

—Oh, lo siento— murmuró. —Nunca es tarde para empezar.

—No sé por donde empezar.

—Ven a misa— dijo y le hizo que le siguiera hasta una puerta. —Toma— le dió un libro —así puedes seguir la liturgia. Tienes en esta esquina los días y la respectiva celebración.

—Gracias, muy amable.

—Si necesitas algún libro tenemos una biblioteca arriba. No dudes en preguntarnos y...

—John, ven— le dijo el chico del órgano. —Venga.

—Ya voy— respondió. —Nos vemos después.

Ahí surgió una de las primeras misas de Alexander. Fueron los ayudantes y Washington por insiste del propio general. Incluso a Lafayette le sorprendió que Alexander aceptase sin reproche. —Es mi oportunidad para comulgar y poder contraer matrimonio con Elizabeth.

—Ya decía yo que algún interés tenías— dijo Lafayette a la hora de la cena mientras todos se acomodaban. Bendicieron la comida y tuvieron buen vino y conversaciones animadas. Washington le había hecho sentarse a sus ayudantes más jóvenes con los estudiantes del seminario, era el equivalente a la mesa de niños.

El Seminarista | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora