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Alexander y Elizabeth se habían visto aquella noche en la habitación.  Repitieron un par de veces. Al principio Eliza le decía a su prometido que debían llevar cuidado, que tal vez eran descubiertos y no sería muy agradable.

—Te quiero, Betsy— dijo Alexsnder a la chica acostada en su cama. No le gustaría que se enterase nadie. Ni su suegro, ni los seminaristas, ni los sacerdotes, ni el general. Los únicos que lo sabían era una de las hermanas de Elizabeth y Lafayette.  Ellos le habían salvado el trasero un par de veces. —Nos vemos después— dijo levantándose y empezó a vestirse.

—¿No te vas a quedar?— Preguntó cubriéndose con la sábana.

—No, tengo que hacer un par de cosas. Puedes esperarme aquí si quieres— dijo acariciando su mejilla y le dio un último beso antes de volver a ponerse el uniforme y marcharse de la habitación.

Se dirigió hacia la sala que usaban como despacho. A esas horas ya no había allí nadie, pero le sorprendió ver luz. Entró y cerró la puerta detrás de él. El calor de la chimenea, encendida hacía horas aún permanecía. Allí estaba John, durmiendo sobre el diván.

Alexander trató de no hacer ruido y se sentó a su lado en un hueco libre. Le miró, tenía al lado una biblia bastante desgastada con algunos marcadores entre sus páginas. Comenzó a acariciarle el cabello y miró a las brasas de la chimenea que tenían justo delante. Aún iba vestido con la sotana, como si no se hubiese cambiado a una ropa mas relajada o pensado en la idea de dormir.

Finalmente se despertó por las caricias de Alexander y aunque tenía mucho sueño, abrió los ojos y cuando vio que estaba el caribeño allí, se enderezó. —Pensaba que ya habíais ido todos a dormir— murmuró despertándose.

—Yo pensaba que no estarías aquí— afirmó el pelirrojo. —Sólo estaba descansando un poco. Debo seguir trabajando.

—Entonces me marchó y te dejo trabajar— afirmó John haciendo el amago de levantarse y Alexander le tomó del brazo.

—No hace falta— dijo. —¿Quieres quedarte? Aunque tal vez necesitas descansar.

—Aún tengo mucho que estudiar— aseguró el rubio tomando la biblia y Alexander la miró. ¿A caso eso se estudia? —Sólo había venido porque aquí se está más caliente, pero...

—Pensaba que tú nunca tenías frío— dijo el más bajo. Había visto a John lavarse el pelo en el río, todo nevado y él tan tranquilo.

—Bueno, por la noche caen las temperaturas y la camisa bajo de la sotana no es que caliente mucho— era el mismo atuendo para verano que para invierno. Cuando estaba en su habitación estudiando o a nada de dormir si se quitaba la.sotana y se ponía un abrigo bonito que tenía desde hacía varios años. Al menos en invierno.

—Yo moriría de frío solo con eso— aseguró el pelirrojo. Era como llevar simplemente dos camisas, una más larga que la otra y bajo un pantalón muy sencillo blanco que ya le vio aquel día que se cayó en el río. —¿Qué estabas estudiando?

—Las cartas— afirmó John. —Estoy memorizando.

—Ya veo— dijo mirando de nuevo el libro demacrado. —Se ve que le has dado uso.

—Sí, es la que utilizo para estudiar. Está llena de apuntes y esas cosas— murmuró y Alexander asintió.  —¿Y tú estás trabajando en algo espcrial?

—Bueno, estoy intentando hacer un plan para convencer al general que me vuelva a permitir estar a cargo de la artillería... y después estoy escribiendo una cosa para Elizabeth.

—Eso es genial. Entonces deberíamos ponernos a trabajar— se levantó y se dirigió a la mesa. Se apoyó allí, abrió por uno de los marcadores y tomó un lápiz.

Alexander hizo casi lo mismo, se sentó frente a él y empezó con la pluma a escribir en un papel un par de cosas. De vez en cuando miraba a John, que hombre tan inspirador. —¿Y debes memorizar todo?— Preguntó Alexander curioso cuando ya llevaban casi tres cuartos de hora.

—Todo lo que me sea posible.

—¿Con que objetivo?

—El Padre White quiere mandarme como misionero y debo llevar la palabra de Dios. Mejor si me la aprendo textualmente.

—¿Y ya te sabes todo eso de memoria?— Preguntó viendo que iba casi por el final. John asintió.  Le sorprendió,  no porque Alexander no era capaz de memorizar cosas, más bien porque se creía incapaz de dedicarle tanto tiempo a esas escrituras sagradas. —¿Dónde van a mandarte?

—No estoy seguro— respondió. —Sea donde sea mi objetivo es el mismo. Después de eso podré ser sacerdote.

—¿Y cuanto falta para eso?— Alexander tenía claro que si John lograba ser sacerdote ya no iba a poder convencerlo. Debía darse prisa.

—No lo sé. Tal vez debo estar seis meses en una misión, cuando me asignen una, por supuesto— concluyó diciendo aquello. —Debo marcharme a descansar. Mañana he de madrugar. Buenas noches.

—Buenos noches, nos vemos mañana— dijo con una pequeña sonrisa boba cuando John salía por la puerta.

El Seminarista | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora