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Alexander observaba a John cuidando a todos aquellos soldados que habían sido heridos. Otra batalla perdida. Si estaba un poco celoso porque recordaba lo especial que se sentía su trato cuando estaba herido. Sabía que ahora que eran amigos sería muchísimo más excelente.

Washington había mandado a Alexander a ayudar a John. Él había hecho lo que podía, curar heridas leves. Le gustaría ayudar a John con las intervenciones mayores, pero ya lo había intentado y se mareaba solo de pensar en extraer una bala.

De cualquier modo estuvo ayudando a vendar hasta muy tarde. Se le hacía raro no haberse quedado escribiendo, sino allí.  Eso no acababa de ser lo suyo. De hecho, se saltaron la hora de la cena. —Alex— dijo Lafayette. —Te hemos dejado un plato en la cocina. ¿No vas a cenar?

—Estoy esperando a John— aseguró apoyado en la fachada de la casa que se había convertido en el campamento. Miraba dentro de la tienda donde estaban los enfermos, allí con la puerta abierta observaba. No iban a poder dormir en toda la noche.

—No creo que acabe pronto— afirmó la Lafayette.

—Sé que no, se quedará toda la noche despierto rezando, pero me había dicho que quería salir un rato a tomar el aire.

—Entonces buena suerte. Te esperaré en el cuarto— Lafayette se marchó a la habitación que compartía con Alexander, eso molestaba un poco al caribeño porque a veces estaba hablando con John en la habitación y entraba Lafayette y sentía que sus progresos se perdían. De cualquier modo, John tenía habitación propia, Alexander solía insistir en ir allí, tampoco mucho para que no fuese tan evidente que quería estar a solas con él.

—Jack, ¿has terminado?— Dijo cuando vio al rubio salir.

—No, pero descansaré un poco— dijo empezando a caminar hacia el bosque.

—¿Dónde vas?

—Hay un riachuelo cerca, a lavarme las manos— las llevaba llenas de sangre.

—Pero está oscuro, ¿y si te sale un animal?— Preguntó siguiendo al rubio. No quería quedarse atrás.

—No creo, ellos también duermen.

No caminaron más de dos minutos hasta llegar. Sinceramente, Alexander no había salido mucho del despacho desde que llegaron, así que no tenía idea de aquel sitio. Seguro era el nuevo lugar de baño de John.

Después, se sentaron a charlar en la orilla, sobre cómo había ido el día, los pacientes, la guerra, los deseos que tenía John de regresar al seminario. —¿Crees que los británicos traman algo? Juré ver ayer a uno por aquí.

—Hemos pensado que un asedio— contestó Alexander.—Dentro de dos o tres días. Los vio Lafayette y podemos con ello. A partir de mañana habrá guardia en el campamento.

—Solo os pido que protejamos a los enfermos.

—Lo hemos pensado, Jack, pero si quieres mañana se lo recalco al general. Es estomago de Alexder hizo un ruido. Era hora de cenar, la comida estaba bastante escasa desde que se habían enterado del asedio.

—¿Tienes hambre?

—Sí, deberíamos ir a cenar— contestó Alexander levantándose y John fue con él. —¿Y tú? ¿Has comido?— Sabía que John aún estaba en ayunas, tal vez había tomado algo por la tarde para tener más energías.

—No, aún no— aseguró John.

—¿Y no tienes hambre?— entraron a la casa y fueron a la cocina.

—Un poco, pero puedo con ello. No queda pan.

—Deberías comer algo, frutos secos o...

—Estoy bien, Alex, no te preocupes— respondió. —He estado bebiendo agua, estoy hidratado.

—Y no comes desde ayer— afirmó. —Debo decirle al general que te traiga pan— afirmó. Se le habían quitado hasta las ganas de comer. —Lafayette me ha dejado sopa, seguro las verduras te van muy bien— dijo enseñándole el plato.

—Sabes que no puedo.

—No entiendo bien por qué.

—Ya te dije, penitencia.

—¿Pero por qué tantos años?

—Así lo decidió el sacerdote con el que me confesé— respondió viendo los curiosos ojos de Alexander y no tardo en preguntarle por qué le puso aquel "castigo". Mi irresponsabilidad mató a mi hermano, Alex— dijo John. —Tuvo un accidente fatal y tuvo la peor de las muertes posibles. Tres días de convulsiones.

—No sabes cuanto lo siento...

Al final Alexander tuvo que acostarse por la insistencia de John.  Sin embargo, él, sin comer en todo el día se fue a seguir toda la noche en sus tareas. El día siguiente estuvieron todos en sus puestos, esperando para el asedio, John cuidando enfermos... Así hasta que eran las 11 de la mañana y llegó un hombre, mercader, con su carro a caballo.

—¡JOHN!— Gritó Alexander entrando a la tienda repentinamente. —Han quemado la iglesia durante la misa, llegan los primeros heridos— dijo y justo algunos soldados entraron a hombres, mujeres y niños heridos.

—Dios mío...— dijo John y vio como Alexnaser se iba. —¿Dónde vas?

—A la iglesia, vamos Lafayette y yo a rescatar a la gente que queda.

—Llevad mucho cuidado, por favor...—dijo acercándose a tomarle las manos. No le gustaba que Alexander fuese a esas cosas, pensaba que estaba mejor escribiendo. Aunque era algo egoísta y no le gustaba serlo. Si le pasase algo, sería horrible, su mejor amigo, uno de los únicos motivos por los que se le hace ameno estar en ese lugar.

—Volveremos rápido, seguro que lo han conseguido apagar. Moveremos escombros y poco más— aseguró Alexander. En verdad era lo que esperaba.

Les interrumpieron la despedida porque necesitaban que John atendiese a unos hombres. Había sido una catástrofe. Para suerte de todos, Alexander y Lafayette llegaron acompañado al siguiente carro de heridos.

—¡Alex!— Dijo John viendo al pelirrojo entrar a la tienda u le dio un abrazo. —¿Quedan más heridos?

—Acabamos de traer siete— afirmó el pelirrojo. —No hay más.

—No son muchos— dijo John preocupado. Eran en total unas dieciséis personas.

—...— Alexander no contestó. —No hemos podido rescatar más.

—Sólo es gente inocente— dijo John desanimado. Gente inocente en una misa.

—Lo sé, Jack... ¿Puedo ayudarte en algo?

—¿Puedes pedirle al general que dispongamos de otra tienda para los heridos?

El Seminarista | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora