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—Laff, ¿te quedan velas?— Dijo Alexander en mitad de la noche girándose a ver a su compañero que seguía en la mesa del salón escribiendo.

—No, tal vez es una señal para que me vaya a dormir— se levantó y se dispuso a irse hasta que Alexander le interrumpió.

—Oye, tengo que terminar para mañana a primera hora esto. ¿Sabes dónde hay velas?— insistió el pelirrojo.

—Yo que sé. Buenas noches.

—Dios, ¿a quien le pido? ¿Puedes ver si el general tiene?

—No. ¿Por qué no le preguntas a John?

—Son las dos de la mañana.

Lafayette se fue a su habitación y Alexander trató de escribir a toda prisa, a ver si con suerte conseguía terminar. Sin embargo, se consumía y aún le debía quedar una media hora. Al final optó por, algo avergonzado, ir a preguntarle. A John. Si no hubiese procrastinado...

Llamó a la puerta y abrió de una. Vio a John incorporarse y enseguida le atendió. —Perdona, no quería despertarte. ¿Quedan velas?

—Sí— dijo viendo un caja arriba de el armario y se levantó a bajarla.

—Muchas gracias— murmuró cunado la recibió. —Lo siento.

—Acababa de acostarme. No estaba muy dormido. Deberías dormir temprano.

—Sí... Sólo tengo que entregar una cosa urgente— afirmó con la caja entre sus manos sin saber bien cómo despedirse.

—¿Puedo ayudarte?

—No, no, no hace falta. Gracias— dijo algo nervioso. No sabía cómo seguir la conversación.

—Entonces, que te vaya bien y tengas buena noche.

—Sí, gracias... E igualmente— murmuró al salir por la puerta de vuelta al salón. Decidió cambiarse de la sala a su habitación para estar un poco más tranquilo.

Había estado tanto rato despierto que cuando terminó ya no tenía sueño. Era inútil, para media hora que le quedaba para descansar mejor ni se acostaba. Estaba empezando a salir el sol, pero aún estaba bastante oscuro. Apagó la vela para relajarse un poco y cuando se dio la vuelta se dio un buen susto. —¿Qué haces aquí?

—He estado llamando a la puerta, ¿no me has escuchado?— dijo John. —Se te había caído esto anoche— aseguró extendiéndole un pañuelo.

—Gracias— lo tomó entre las manos y entonces lo miró. Justo era un regalo de Elizabeth y en él había envuelto el anillo que iba a darle. Menos mal que no lo había perdido. —¿Estás despierto tan temprano habiéndote acostado a las dos de la mañana?

—Sí, ayer se me fue un poco la hora. ¿Y tú? ¿No has dormido?

—En efecto— respondió el pelirrojo.

—Bueno, deberías descansar. Iré a empezar mi día— aseguró el rubio y se marchó de la habitación de Alexander.

Alexander se arregló y bajó a la sala donde se encontró a Elizabeth, siempre tan elegante. De buena mañana estuvo negociando con el General Schuyler sobre el matrimonio y, aunque al principio costó un poco, con algo de ayuda de Washington logró convencerle hablando de lo virtuoso que era su ayudante.

En el paseo matutino le entregó a Elizabeth el anillo. Ella se puso extremadamente feliz y fue corriendo a enseñárselo a sus hermanas. —Si que le ha hecho ilusión— dijo John que estaba arreglando el jardín.

—Son mujeres, con un anillo están contentas— afirmó Alexander.

—¿La quieres?

—Bueno, sí. No es la más lista ni la más entretenida, pero está bien.

—¿El dinero? Viene de buenos aposentos, ¿a que sí?

—¿Cómo lo sabes?

—Nuestros padres se conocen de la guerra— afirmó mirando a Alexander. —Sin más. También la conozco, pero no debe acordarse de mí— aseguró y Alexander hizo una expresion de curiosidad.

—¿Crees que será buena esposa?

—Seguro que hay peores.

—¿Eso qué significa?

—Que es una derrochadora, materialista... Como casi todos, no la culpo— afirmó. —La felicidad no está ahí, si es lo que buscas.

—Tampoco pido mucho, solo un lugar donde caer muerto, ¿sabes?— Dijo. —Una familia, algo. No tengo nada.

—No es cierto, todos tenemos algo— dijo mirando al cielo. —Se está poniendo mal el tiempo. Vamos dentro.— Ambos fueron al interior ya que Elizabeth parecía haber desaparecido. —¿Quieres venir con nosotros a rezar? Son casi las nueve.

—Si el general no me necesita para nada ahora mismo...— dijo Alexander.

—De hecho, me voy a montar ahora con él— aseguró Lafayette tomando las riendas de los caballos. —Solo dice que esperemos la correspondencia.

—Entonces estoy "libre"— dijo Alexander

El Seminarista | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora