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Washington había estado muy preocupado por la salud de Alexander. Había vuelto a tener altas fiebres y ni siquiera se levantaba de la cama. Lo bueno es que en esa época pudo conocer más a John y resultó que era él quien le estaba cuidando porque había estudiado medicina antes de entrar al seminario. Aquello tenía mucho más sentido y tranquilizaba a Alexander.

—Y un hombre tan científico... ¿qué hace aquí?— Preguntó mientras observaba como le cambiaba los vendajes.

—Mi vida cambió repentinamente y solo sentí la llamada— aseguró sin darle mucha importancia. —¿Y qué hace un letrado en el ejército?

—Han cerrado las universidades y no tengo donde ir— afirmó Alexander y John asintió. Le contó que su hermano habia ido a Europa por eso. —No me puedo permitir ir a Europa— aseguró. —Al menos hasta que me case con la señorita Schuyler.

—¿La que vendrá pronto?

—Sí, esa misma— respondió. —¿No tienes ganas de casarte y esas cosas? Te veo tan cohibido.

—¿Cohibido? Soy feliz sirviendo a Dios— añadió viendo la infección que había aparecido en la pierna de Alexander y empezó a limpiar y desinfectar la herida con lo que tenía. —No te miento, hay veces que lo pienso o que deseo algunas cosas, pero quererlo no es un pecado, cometerlo sí.

—¿Y esa alianza?— Dijo viendo un anillo de oro que llevaba John y este sonrió.

—La alianza divina, Alexander. Me la dió el sacerdote las navidades pasadas— aseguró. A veces aprovechaban para hablar y John le enseñaba algunas cosas, le leía versículos y pasajes para que fuese aprendiendo y también la lección de la misa diaria a la que, por supuesto, Alexander sin levantarse de la cama no podía asistir.

—Pensaba que no podías tener nada de valor.

—Bueno, sí puedo, lo que no debo es vivir en el exceso— explicó.

—Me estás haciendo daño— se quejó mientras John drenaba la herida.

—Lo siento, debes soportar. Más padeció cristo— murmuró y Alexander suspiró. —Lo bueno es que todo lo que sale ya no está dentro.

—Eso es algo obvio.

—Si prefieres no te lo sacó y luego te corto la pierna— dijo John volviendo a limpiarle. —Te voy a poner antimonio, ¿vale?— dijo sacando un frasco de su bolsillo y echando un poco dentro de la herida.

—Gracias.

—Te dará más fiebre, pero es el único modo de que baje— afirmó y Alexander asintió.

—Está bien— dijo el pelirrojo y dicho y hecho. Pasó una noche horrible después de que John le llevase la cena. Se quedó rezando a su lado para que se mejorase y sus dos compañeros se unieron un rato. Alexander en principio, en su interior no creía en ello, pero poco a poco algo le fue convenciendo. O tal vez alguien y no era precisamente Elizabeth.

A los tres días, llegó John un día a darle la noticia de que tenía visita. Era su tan ansiada Elizabeth. —Alexander— dijo tomándole de la mano con dulzura. —Lamento que estés así— dijo la joven y John se quedó mirándolos. No iban a besarse en la casa del señor, ¿cierto?

—Te he echado de menos— aseguró la de ojos negros. —Cuando te recuperes le podrás decir a mi padre, ¿no?

—Esa es la idea, Betsy. ¿Has desempacado?

—No, he venido directamente a verte. Iré a ello antes de que mi hermana me llame la atención— afirmó acariciando su mejilla. —Te amo.

La muchacha salió de la habitación y Alexander miró a John, como si sus ojos quisieran decir algo. —No parece una mala esposa— murmuró John y Alexander sonrió. La verdad es que había ganado con su conquista. —Me recuerda a una vieja amiga.

—¿Puedo cuestionarte algo?

—Dime, a ver si puedo ayudarte.

—¿Qué crees que puedo hacer para comulgar?— Preguntó y John sonrió. Ese era su propósito y lo estaba cumpliendo.

—Debes sentir la fé y una vez, hecho, confesarte y bautizarte y podrás tomar la eucaristía por primera vez— aseguró John.

—¿Y qué debo confesar?

—Tus pecados— dijo.

—¿Y si no tengo?

—Bautizate para quitarte el pecado original— dijo John. —Debes hablar con el padre White— entonces tomó su mano. —No sabes cuánto me emociona cuando alguien abre los ojos y el corazón a nuestro señor.

—Gracias por la aceptación— dijo el pelirrojo.

—Estamos para lo que necesites— dijo con una pequeña sonrisa.

—¿Tienes hermanos? Habías dicho algo de uno...

—Sí, uno pequeño y dos hermanas pequeñas.

Cuando parecía estar tan bien que iba a incorporarse tuvo una recaída más. Elizabeth fue a hablar con él y lo encontró frío y con la respiración lenta. Todos fueron a la habitación a tratar de ver si despertaba y John hizo un remedio con algunas hierbas a ver si el aroma le hacía despertar.

Estaba crítico, pasaron dos días. John no se había separado de allí, tuvo que operarle con urgencia nuevamente. Si hubiese sido otro, seguramente le hubiese amputado y se acabaría el problema, pero Alexander insistió demasiado en que aquello le haría perder en trabajo y a su prometida.

Elizabeth entró también mientras John estaba terminando de rezar en la habitación de Alexander. Trataba de tener presente en sus oraciones a otros problemas, por supuesto, pero iban dirigidas a él. —¿Por qué viniste aquella noche a las doce a su habitación?— Preguntó John. —Sabes que esto es un lugar sagrado y todos estábamos en nuestras camas a las nueve y media.

—Olvidé desearle las buenas noches— se excusó la muchacha

El Seminarista | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora