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Acababa de convencer a John para ir a descansar un poco. Se sentía como Elizabeth cuando le insistía en descansar. Primero le dijo que se acostase una hora al menos. —Quédate a hablar aunque sea— aseguró John. —Sólo será un rato...

—Está bien, pero debes comer y dormir— llevaba dos noches donde ni siquiera había tocado la cama. Habían dejado a Meade cuidando a los heridos un rato.

—Alex, la gente se muere. No estoy siendo útil aquí— afirmó.  Muchos de ellos ni siquiera podían comer. —Quiero volver al seminario.

—Pero, Jack...— dijo el pecoso. —Logras mantener a muchas personas vivas. Eres su consuelo, por supuesto que eres útil.

—Esto es difícil— ya no era tan frío con Alexander, me contaba cada una de sus preocupaciones.

—Desde que has venido esto es más tranquilo. Los soldados aman tenerte aquí, todos quieren que vayas a escucharlos y aconsejarlos.

—Estar aquí me hace mal— afirmó.  —Necesito las misas, la paz, estar solo... Me estoy perturbando. Me entristece estar aquí.

—Yo sé que puedes con ello— aseguró Alexander.

—Tú no has estado toda la noche escuchando a gente gritar de dolor— afirmó intentnado ponerse cómodo. —Y preguntándome si pueden confesarse conmigo y no les puedo decir que sí. Todos saben que van a morir tarde o temprano.

—No esperaba que pasase eso— aseguró Alexander. —Lo sabes bien— afirmó comenzando a acariciarle el cabello. —Ha sido así porque Dios ha querido. Eso lo dices tú.

—¿Tan mal lo hemos hecho para merecer este diluvio?

—Solo son las chispas, Jack. Es algo irrelevante en esta guerra, desgraciadamente.

—Suena a algo que me diría el Padre White— aseguró John. —Últimamente una joven me pide mucho hablar conmigo.

—¿De qué?— Preguntó curioso.

—Esas cosas no se pueden decir, Alex— afirmó. —No puedo contarte que hablo con los demás.

—¿Y entonces por qué me sacas el tema?

—Quería preguntarte si la conoces, es sobrina de William Fairfax.

—Por supuesto. Sarah. Una chica muy bonita, como su tía— aseguró Alexander. —¿Sabías que el general quería casarse con su tía pero ella ya estaba prometida?— Preguntó y John negó.  En el fondo eran unos chismosos y les encantaba. —¿Por qué lo preguntas? ¿Te ha parecido guapa?

—Desde luego que es encantadora.

—Está casada— recordó Alexander.

—Y yo quiero ser sacerdote— aseguró John y Alexander sonrió.

—Su marido es horrible y tienen un hijo fuera del matrimonio.

—También lo sé— afirmó John.

—Veo que sí has hablado mucho con ella— dijo Alexaander y John levantó los hombros.

—No tanto como contigo. Para los demás solo soy un apoyo— afirmó.  —Deberiaís traer a un sacerdote, los soldados lo requieren. Quieren misa, confesarse...

—Ya sabes que hacer cuando lo seas— dijo Alexander con una sonrisa y John negó, él siempre había querido quedarse en el seminario. —Tengo una buena noticia para ti— aseguró hurgando en su bolsillo y sacó una carta. —Es de Harrison, un compañero nuestro que es médico va a venir a ayudarte. Estaba en la campaña del sur y llega en dos días.

—Eso es genial— afirmó John. Eran demasiados pacientes sólo para él.

—¿Escuchas?

—¿El qué?

El Seminarista | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora