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No fue difícil conocer el momento exacto en el que Daeron había llegado a Desembarco, específicamente al palacio. Al final, había tardado dos días en desplazarse y había arribado a la capital bien temprano en la mañana, casi al alba. Aún así, el escándalo que produjo su presencia fue tal que Lucerys apenas necesitó asomar la cabeza desde su habitación para oír el despliegue de gritos y risas provenientes de los salones principales de la Fortaleza Roja.

Daeron gritaba más que todos sus hermanos juntos, reía y bromeaba con los demás contagiando su alegría al ya de por sí triste palacio. Su dragón, Tessarion, rugía a la distancia en Pozo Dragón casi en consonancia con su jinete, por lo que los habitantes que no habían visto llegar a la bestia ya conocían sobre la presencia del cuarto hijo de la reina en Desembarco.

Daeron tenía unos veinte o veintiún años; era un poco mayor que él, pero parecía conservar el espíritu de un niño y por suerte, ese hecho parecía haber modificado un poco el ánimo del palacio. Por un momento, Lucerys sintió envidia de la algarabía que había despertado su arribo al lugar, recordándole las épocas en las que aún vivía con su madre y sus hermanos, con su familia. Incluso, un par de horas más tarde, llegó a escuchar la risa de Alicent ascendiendo por los jardines internos que conectaban algunas torres.

— El príncipe Joffrey parecía estar bastante bien.— comentó Ybbie aquella mañana, levantando el desayuno de la mesa.— Parece llevarse muy bien con el príncipe Daeron, Su Gracia.

— ¿Por qué estás tan segura, Ybbie?¿Qué has visto?

La muchacha acomodaba la vajilla sobre una bandeja de metal y todo, en su conjunto, parecía demasiado pesado para sus brazos flacuchos; al oír la pregunta, su mirada pasó de los platos a Lucerys y sus ojos castaños poseían un brillo singular.

— No he visto mucho, mi príncipe. Pero se hablaban bien y se reían. Eso es bueno, ¿no?

— ¿No te pareció forzado? .— Ybbie se tomó su tiempo para contestar mientras alisaba su delantal blanco.

— No, mi príncipe. No parecía forzado. Disculpe.

Haciendo una reverencia, Ybbie abandonó el salón con vista al río donde Lucerys solía tomar el desayuno. La observó desplazarse rápidamente por el recinto cargando la bandeja, sin tropezarse y sin esfuerzos, hasta salir del cuarto cerrando la puerta delicadamente a sus espaldas.

Bueno, al parecer Joffrey era quien más suerte tenía de los tres. Tal vez, sus suposiciones de que Daeron parecía ser el más tranquilo y amigable de los hermanos era cierta y su hermano no la había tenido tan difícil. Para colmo, vivían alejados de la capital, de Aegon y Alicent. No como ellos, encerrados en...

— Basta.

Resopló, regañándose a sí mismo mientras se incorporaba para asomarse al balcón. Mientras observaba el curso del río y algunas embarcaciones que se aproximaban al puerto, Lucerys tuvo que admitirse que estaba un poco celoso de la situación ventajosa que parecía llevar su hermano. Él no la tenía tan difícil como quizás Jacaerys, pero había sido su culpa por encerrarse y permanecer aislado sin tomar ningún tipo de acción para cambiar, aunque fuera un poco, su existencia allí dentro.

Por supuesto, Aemond hizo acto de presencia en la torre un par de horas después. De un par de semanas hasta la fecha, Lucerys ya no se sofocaba ni se ponía a la defensiva cada vez que el Alfa se aparecía por allí porque se había vuelto casi una costumbre y, si bien permanecía en los corredores o salones por cortos períodos de tiempo, el Omega ya había notado que las feromonas de Aemond revoloteaban en el aire por al menos unas horas, lapso de tiempo suficiente para que, cuando desaparecían completamente, el otro ya había vuelto a la torre. Lucerys ya se había acostumbrado a su presencia, a su voz y a su aroma, cuestiones que, al menos un mes atrás, le hubiesen parecido irrisorias.

Consejo Sangriento [Lucemond]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora