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Aquella noche, Lucerys no tuvo mayores inconvenientes a la hora de conciliar el sueño; en la oscuridad de su enorme recámara solamente iluminada por las llamas tenues del hogar, su cuerpo se relajó de inmediato al sentir la suavidad de las sábanas rodeándolo y el mullido colchón bajo su cuerpo.

Solo le bastó cerrar los ojos y aguardar a que el cansancio que la ansiedad le traía como consecuencia hicieran lo suyo, hecho que resultó bastante bien.

El problema era que su sueño era ligero y tormentoso. El sonido de la brisa contra los cristales, el del crepitar de la leña en el fuego e incluso un cambio en su respiración eran suficientes para despertarlo en mitad de un revoltijo de cobijas, desorientado pero listo para cualquier tipo de conflicto.

Porque lo primero que recordaba era a Jacaerys, su enojo, sus palabras. Sus acusaciones hacia Joffrey y él, y el daño que había intentado causarles con sus dichos falsos y malintencionados.

Luego, cuando la desazón ya se había instalado de nuevo en su pecho, Lucerys se dejaba caer de nuevo sobre sus sábanas al rememorar la violencia con la que Aemond había reaccionado con Jacaerys en teoría, para defenderlo.

Una vez pasado el susto y la indignación, un sentimiento cálido y alarmantemente agradable se había instalado en la mente del Omega, sobre todo al recordar la tranquilidad con la que ambos habían vuelto a la torre donde habitaba Lucerys, el roce intencionado de sus manos durante el camino y el beso de despedida que Lucerys se había animado a darle a un Aemond totalmente desprevenido luego de que este le prometiera pasar por él para la hora del almuerzo.

Se había sentido bien. La inmensa ansiedad de tomar la decisión de hacerlo, el acercamiento y finalmente, el contacto de sus labios con los suyos, cálidos y suaves, pacientes pero también expectantes. El aroma de ambos se había intensificado en el nulo espacio que los separaba, y Lucerys inhaló aquella fragancia picante con premura deseando que su nariz y por ende, su mente, la recordaran incluso cuando no estuviera presente.

Acomodándose de costado mientras abrazaba una almohada, Lucerys suspiró hondamente permitiendo que el recuerdo, más de las sensaciones que de las imágenes, inundaran su mente y despejaran los malos pensamientos.

Se sentía un tonto porque nunca había creído posible semejante tipo de atracción hacia Aemond, pero supuso que era una cuestión natural, instintiva; Joffrey había tenido razón al asumir que era un asunto como mínimo llamativo el hecho de que su período de celo no lo hubiese importunado ni siquiera una sola vez en todos aquellos meses y ahora, que al fin comenzaba a salir de su claustro y a interactuar con Aemond, las hormonas que parecían dormidas se despertaban poco a poco envolviéndolo en un ensueño del que, por irreal e ingenuo que fuera de su parte, no quería que terminara.

Se había sentido muy bien.

Aún con ese pensamiento en mente, se percató de que sonreía cuando su conciencia nuevamente acudió a él durante la noche. Sin embargo, se sobresaltó al oír una risilla tímida demasiado cerca de su rostro; abriendo los ojos, le costó orientarse por la oscuridad que ya presentaba cierta claridad en el cuarto, pero no tardó en reconocer a Ybbie, de pie sobre su lecho y con el torso inclinado hacia él. Supo que era ella por la cofia y el delantal blancos.

Protegido por la poca visión que la penumbra daba, Lucerys se permitió sonrojarse con violencia al comprender que la muchacha se reía de la cara que debía tener en sueños o peor, de lo que podría haber estado diciendo mientras su mente le traicionaba.

Desperezándose, Lucerys logró incorporarse en el revoltijo de sábanas hasta tomar asiento mientras Ybbie acomodaba algunas almohadas a sus espaldas. Un rápido vistazo del cuarto le enseñó el hogar apagado y una luz tenue filtrándose por la derecha del cuarto.

Consejo Sangriento [Lucemond]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora