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6 meses atrás

En medio de aquel inmenso cuarto que servía de recámara para Lucerys, permaneció de pie observando el fuego elevándose en el hogar de piedra imponente, frente a él, mientras percibía el calor sobre su rostro pese a la distancia a la que se encontraba y el frío, contrastando con la sensación cálida, a sus espaldas provocándole un escalofrío, a oscuras y en soledad.

Parpadeando y con la mente parcialmente en blanco, aún recordaba la primera vez que había puesto un pie allí dentro. Sus ojos vagaron por la inmensidad de la recámara que era demasiado grande para él, demasiado silenciosa y también, por supuesto, emocionalmente ajena a sus sentimientos, a sus deseos. La primera vez que había ingresado allí, Lucerys se había sentido solo, desamparado y desesperado.

El lugar no solo le era totalmente desconocido porque nunca se había encontrado allí, sino que le generaba rechazo porque sabía exactamente qué hacía allí y cuál se suponía que debía de ser su función a partir de ese momento; haber dado uno, dos pasos en el interior del suntuoso sitio con ese pensamiento en mente le había cerrado la garganta a un punto indescriptible pero que no quería ni debía exteriorizar, sabiendo que a sus espaldas un par de guardias reales observaban cada uno de sus movimientos, de sus reacciones, listos para informar el más mínimo cambio en su respiración a Aemond apenas Lucerys tuviera voz para despedirlos.

Como un pensamiento intrusivo, como un golpe al costado de su cabeza, recordar a Aemond le había generado una serie de sentimientos encontrados que habían empeorado su ya de por sí deplorable estado anímico. Odio, frustración.

Resignación. Miedo.

Sí, Lucerys había tenido miedo. Le temía a toda la situación en general: a la derrota de aquella guerra que había parecido interminable pero que había dado como resultado la victoria de los Verdes y por ende, de Aegon ocupando el Trono de Hierro otra vez; al destino de su madre Rhaenyra, quien según le habían informado negligentemente aún se encontraba con vida pero desconociendo las circunstancias.

Y a su destino, que si bien se había encontrado bastante limitado en escoger, al menos lo había hecho en aquel aspecto.

Volviendo al presente, Lucerys suspiró y aquel huracán de sentimientos intensos y espantosos que había experimentado meses atrás se disiparon como lo que eran, un recuerdo lejano y actualmente bastante improbables. Volteando, observó las enormes puertas talladas que conducían hacia el corredor interno de la Fortaleza Roja; sin embargo, su mente se enfocaba más allá de aquel sector del castillo de Desembarco hacia una zona más concurrida, más iluminada y por ende, más peligrosa para él.

Aquel sitio que evitaba a consciencia y que era hogar de sus demonios personales.

Exhalando el aire que había estado reteniendo, alisó por cuarta o quinta vez el atuendo de telas delicadas que llevaba puesto aquella noche; el azul oscuro y el terciopelo bajo sus dedos le seguía pareciendo irreal, impropio para él. Acostumbrado a haber lucido trajes negros y rojos toda su vida en las reuniones o simplemente a la hora de agasajar a su madre en público con los colores que representaban a su casa, Lucerys al menos agradecía que Aemond no lo estuviese obligando a vestir el color verde, propio de la casa de su madre, Alicent.

Al menos, le ahorraba ese tipo de humillación.

"Es por Jacaerys y por Joffrey. Es por ellos." Aquella frase se había repetido como un mantra en su mente durante la noche anterior a anunciar su decisión de unirse en matrimonio con Aemond y durante el resto de los días que se habían sucedido uno tras otro, al menos hasta que su cerebro había sido incapaz de sostener la infamia y casi había colapsado cuando la realidad, que si bien Lucerys había aceptado, recién había hecho acto de presencia en su mente la noche de su boda, una ceremonia íntima y un tanto apresurada que no había llamado demasiado la atención, para su suerte.

Consejo Sangriento [Lucemond]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora