CAPÍTULO 12

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—¿Les gustaría acompañarnos?

Levanté la mirada a Mark, que estaba en la puerta trasera de la cabaña. No lo había notado, pero había dos puertas para entrar a la cabaña. Una estaba al frente, donde había un camino y se estacionaban los autos. Otra estaba atrás, donde solo había el comienzo de un extenso bosque y unas gradas de madera que despedían la salida, ya que la parte de atrás tenía una pequeña bajada que hacía parecer la cabaña inclinada.

Caden seguía en silencio, a mi lado, sin hacer nada, mientras tenía un codo recostado en los apoyabrazos del sillón y su mano apoyada en el costado de su cabeza. Cuando notó que lo miré, me devolvió la mirada y no dijo nada.

—¿A dónde? —quise saber.

—Por leña, para la fogata.

Apreté los labios y asentí una sola vez.

—Yo puedo ir con ustedes.

Mark asintió con una sonrisa y salió de la casa. Estaba caminando detrás de él, hasta que escuché unos pasos y me detuve. Caden también venía, no parecía estar siendo presionado o impulsado. Cuando estuvo junto a mí, metió las manos en los bolsillos y quiso sonreír de lado.

—¿Podemos ir juntos?

Quise reírme por su forma tímida y baja de preguntarme.

—Claro. Pero no tienes que preguntarme.

Antes de salir de la cabaña, me detuve y Caden me miró sin entender.

—Traeré una chamarra, no quiero salir...

—Toma la mía, Adrian —me ofreció Caden, extendiéndome su chamarra de mezclilla que colgaba de unos percheros—. La dejé ayer ahí, puedes usarla.

La tomé y me la puse sin decir nada. Nos quedamos en silencio un momento más, sin decir nada. Solo mirándonos, parecía ser suficiente para llenarnos de algo que no sabía que se podía llenar. Como una necesidad o un detalle. Pequeño e insignificante, pero que estaba tan presente que se sentía como el combustible para respirar.

Salimos de la cabaña y caminamos junto a Mark y Raúl. Los dos hombres hablaban de algo que no entendía mientras caminábamos por el césped húmedo por el frío de la noche que pasó. Mark tenía un gorro de lana color café y Raúl uno negro; ambos tenían chamarras de invierno que les hacían ver muy corpulentos. Mientras entrábamos al bosque, pude ver cómo Raúl sostenía una lona blanca y, de la abertura, se veían como los mangos de las hachas sobresalían.

—¿Siempre hacen esto? —les pregunté, algo receloso—. Salir a cortar árboles para la fogata.

—Algunas veces —me respondió Raúl—. Cuando se acaban los troncos.

—¿No es incómodo? —preguntó Caden, metiendo las manos en los bolsillos de sus vaqueros—. Talar y todo eso.

—Con el tiempo uno se acostumbra —le respondió Mark—. Como conducir por más de una hora en una ciudad atascada de autos.

—Bueno, tienes razón —lo aceptó Caden con una sonrisa—. Es molesto tener que conducir. Por las mañanas, prefiero tomar el bus o un taxi. Al menos no tengo que estar golpeando el volante cada minuto.

—¿Por eso te gusta viajar sin un rumbo? —quiso saber Raúl.

—Es una de las razones —dijo Caden, sin dar más explicaciones que una sencilla.

Nos detuvimos en un río que dividía el bosque. Había rocas filosas apuntando al cielo y, al frente de nosotros, más bosque que se extendía hasta las montañas de nieve.

Mark y Raúl comenzaron a revisar los árboles, parecían tomarse muy en serio lo de cortar. Tocaban los troncos, sentían la humedad y buscaban otro. Parecían buscar uno seco. Al ver que no entendíamos, Raúl nos pidió que estemos descansando en un largo tronco húmedo que estaba al costado del río.

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