CAPÍTULO 9

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Cuando me desperté, estaba solo en la cama. No me había quedado despierto esperando a Caden; él tampoco pareció contento con la idea porque respetó ese sentimiento no expresado.

Estaba durmiendo en un sillón que no había visto cuando entré. Estaba al lado de la ventana, con los brazos cruzados mientras una manta le cubría medio cuerpo. Tenía la piel pálida, con la frente de un tono más bronceado y las mejillas ruborizadas. Su cabello rubio se veía más oscuro, como si lo hubiera mojado.

Me quedé ahí, mirándolo como si me hubiera hipnotizado. Siempre conseguía eso de mí, pero él no lo sabía. Cuando vivíamos juntos, antes de que desapareciera, me despertaba algunas veces más temprano y me quedaba mirándolo. Pasaba mis dedos por su cabello, le besaba la frente y podía pasar toda la mañana soñando mientras lo veía.

Me levanté de la cama y estiré los brazos. Las cortinas estaban abiertas; afuera se veía un día oscuro. Ya no era mañana, era casi la tarde. Los árboles se veían más lejos; había un campo de césped algo seco y setos recorriendo los costados laterales de la casa. Se veía todo desde la ventana, porque la habitación estaba un poco más salida que las otras habitaciones.

Me puse el pantalón y una sudadera encima. Me sentía muy cansado y me dolían los brazos por haber dormido mal durante pequeños lapsos de tiempo.

Miré una vez más a Caden y pasé delicadamente una mano sobre su frente. Él no había cerrado el ojo ni un segundo, como yo lo había hecho algunas veces. Estaba más cansado y su respiración se escuchaba un poco ronca.

Estiré la manta y la subí a sus hombros. Quería hacerlo levantar y decirle que podía ir a la cama, pero no quería arruinar su sueño. Por la noche, dejaría que él durmiera en la cama y buscaría un lugar donde yo pudiera dormir.

Salí de la habitación y pude escuchar risas en la parte de abajo. También pude escuchar una antigua música sonando de lo que parecía ser un tocadiscos. Lo sabía por los suaves crujidos que hacía entre cada nota.

Metí las manos en los bolsillos de mi sudadera y me acerqué hasta la puerta de lo que parecía ser la cocina. El hombre que nos había traído estaba abrigado con una gruesa chamarra de invierno, tenía las mejillas rojas mientras comía un sándwich. El otro hombre, que imaginé era su esposo, tenía la misma apariencia que él, pero un poco más barbudo y con el cabello un poco rizado. Ambos eran robustos, con arrugas en el rostro.

Di unos pasos y sonreí con los labios cerrados.

—Hola, lamento interrumpir.

El hombre que nos había recogido negó con la cabeza y tragó lo que tenía en la boca. Se acercó con una sonrisa y señaló al otro hombre.

—No interrumpes nada. Este es mi esposo.

Miré al otro y este me saludó llevándose dos dedos a la frente, como si fuera un militar.

—Soy Mark —se presentó el hombre—. ¿Tú cómo te llamas, jovencito?

—Soy Adrián —respondí con una sonrisa—. Y no soy tan joven.

—Para nosotros lo eres —me dijo el hombre que nos había traído—. No tuve la oportunidad de presentarme ayer, parecían ocupados en algo íntimo. Soy Raúl.

Asentí una sola vez por educación.

—Mucho gusto, Raúl. Y gracias por dejarnos quedarnos.

—No tienes que agradecer, Adrián —me dijo Raúl, recordando al final mi nombre como un tintineo—. ¿Dónde está tu chico?

Arrugué un poco la comisura de la nariz y me acerqué un poco a ellos.

—Yo no lo llamaría así, pero él aún duerme. No quería despertarlo; estaba más cansado que yo.

Respira Por MiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora