CAPÍTULO 3

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El auto se detuvo en un restaurante con las paredes manchadas y rodeado de árboles delgados de tallos altos. De las copas de los árboles se podía ver el pálido sol, saliendo de las ramas y brillando débilmente.

Salimos del auto y yo caminé detrás de él, sintiéndome inseguro. Estaba acostumbrado a visitar lugares no conocidos con él, pero esta vez lo sentía extrañamente inquietante.

—¿Estás seguro? —le pregunté de repente, y él se detuvo—. Quiero decir... Estar aquí, ¿estás seguro?

—Claro, ¿por qué preguntas?

Suspiré y negué con la cabeza en silencio.

—Por nada. Solo que... esto es muy lejos.

—Es el plan, ¿no?

—Sí, pero... —Me detuve cuando un auto negro se empezó a detener justo detrás de nuestra camioneta.

Caden miró con recelo el auto negro; quiso ir a ver, pero yo lo detuve.

—Solíamos salir de viaje, pensé que esta vez sería igual —le dije rápidamente.

—¿Decepcionado?

Me quedé mirándolo, con tanto detalle. Podía perderme en su mirada y él en la mía. Algo que podía describir nuestras miradas era suavidad. Él me veía con cariño, y yo me perdía en pequeños detalles que nadie más veía de lejos, como los puntos marrones en la comisura de su nariz o la línea en el centro de su labio inferior. Detalles que solo yo podía apreciar y perderme en ellos.

—Un poco. La verdad, esperaba un viaje en avión.

—Eso responde el misterio de la maleta —dijo y sonrió mientras volvía a caminar al restaurante de paredes manchadas—. Podías traer un bolso de lona, ¿no?

—Podía, pero ya está.

Me mostró una de las sonrisas más hermosas que unos ojos podían ver y caminó al restaurante, quitándose el gorro de lana en el camino.

Me giré unos segundos, viendo al auto negro del que no salía nadie. Se veía una sombra negra sentada en el asiento del piloto. Quise llamar a Caleb para que vayamos a ver si todo estaba bien, porque era raro que en una carretera vacía un auto se detenga minutos después que nosotros. No habíamos escuchado ningún sonido de motor o vida en todo el camino. Al menos, yo no lo había visto.

Quise caminar a la camioneta, pero el auto detrás del nuestro se movió y continuó el camino directo, perdiéndose en alguna parte.

—¿Adrián?

Di pasos atrás y volví donde Caleb. Antes de entrar al estacionamiento, vi manchas de gasolina a los costados del lugar. Donde se extendía una gradería, había manchas de dedos por grasa o pintura.

—Ese auto se fue —le dije con la voz baja.

—Supongo que acabó su estancia aquí —quiso bromear.

Volví a mirar la camioneta y después entré detrás de Caleb al restaurante. Tintineó una campanilla sobre nosotros y la madera de la puerta crujió.

Una mujer mayor detrás del mostrador giró la cabeza para mirarnos. Un grupo de hombres que parecían trabajar talando árboles reía mientras comían lo que parecía ser una montaña de huevos fritos y papas tostadas. Aunque el lugar no estaba tan lleno de vida y felicidad, lo que se sentía en el aire era demasiado deprimente.

Nos sentamos al otro lado, en una esquina que daba directo a una extensa ventana de cristal. Desde ahí pude ver la camioneta y los extensos árboles al costado.

—¿Qué van a pedir?

Casi salté del susto. Me aguanté el miedo y apreté los puños bajo la mesa.

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