Nunca olvidaré la primera vez que conocí a Juanjo. Fue un verano en nuestra casa familiar en Italia, un lugar donde los huéspedes venían y se iban, pero ninguno como él.
Recuerdo vívidamente cómo salió del taxi, con esa camisa azulada ondeando al viento y unas gafas de sol que reflejaban el sol del mediodía. Era una figura despreocupada pero decidida, con un estilo que contrastaba con la tranquilidad de nuestro vecindario arbolado.
—¿Tu padre está en casa?
Me preguntó mientras me tendía su mochila. No hubo formalidades, solo una disposición instantánea a hacerse parte de nuestra rutina veraniega. Así comenzó todo.
Juanjo era diferente desde el principio. Su manera de despedirse con un simple "¡Gracias!" hacia otro pasajero en el taxi, sin siquiera un nombre o una broma para suavizar la abrupta despedida, me dejó perplejo. Era brusco pero sin malicia, audaz y directo, como si cada palabra que pronunciaba viniera de un lugar de autenticidad desbordante.
Me encontré pensando en cómo sería su despedida cuando llegara el momento de partir. ¿Sería tan chapucera como su saludo inicial? ¿O habría algo más detrás de esa actitud desenfadada?
Los veranos en nuestra casa no eran solo sobre alojar a huéspedes; eran una tradición familiar que involucraba compartir nuestro espacio y nuestras vidas con personas de todo el mundo. Para mí padre, acoger a estos practicantes universitarios jóvenes era una lección de vida constante, un recordatorio de la diversidad de perspectivas y la riqueza que traían consigo.
Con el tiempo, Juanjo no solo se convirtió en otro huésped de verano, sino en alguien que desafiaría mis expectativas y cambiaría mi percepción de las primeras impresiones. Desde aquel primer encuentro, su presencia intrigante se volvió imposible de ignorar, y mientras los días pasaban, descubrí que detrás de su apariencia desenfadada y su despedida abrupta había mucho más por descubrir.
Ese verano, con Juanjo marcó el inicio de una relación que iría más allá de la casualidad de una estación estival.
Era común que durante las comidas hubiese dos o tres invitados más, unas veces familiares o vecinos, otras compañeros de clase, abogados, médicos, personas ricas y famosas que se acercaban a ver a mi padre de camino a sus casas de verano. En ocasiones, incluso abríamos nuestro comedor a parejas de turistas ocasionales que habían oído hablar de la "Hermosa casa de de los Urrutia" ,palabras de los del pueblo y simplemente deseaban pasarse por allí a echarle una ojeada y se quedaban encantados cuando les invitábamos a comer y les pedíamos que nos contasen algo de su vida.Quizá todo comenzase poco después de su llegada, durante una de aquellas comidas tremendas, cuando se sentó junto a mí y me di cuenta de que, aparte de un ligero bronceado conseguido durante su breve estancia en Italia a comienzos de aquel verano, el color de las palmas de sus manos era igual de pálido que la suave piel de las plantas de los pies, la del cuello o la del enves de sus antebrazos, que no habían estado expuestas tanto al sol. Lucían casi de un rosa claro, tan brillante y suave como la parte inferior del estómago de un lagarto íntimo, casto, implume, como el rubor en la cara de un atleta o el atisbo de la aurora en una noche tormentosa. Me dijo cosas sobre él que nunca hubiese sabido como preguntar.
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Il battito del nostro amore || Juantin
FanfictionEn el lindo pueblo de Mosscazzano, situado en las encantadoras colinas de Italia, el destino entrelaza las vidas de dos jóvenes que, aunque son muy diferentes, están destinados a encontrarse. Llega Juanjo, un joven de 20 años que llega para disfruta...