11.Como me dejaste.

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Después del tercero, miré a Juanjo y le dije que quería salir a respirar un poco de aire fresco.

—¿Qué le ocurre? ¿No se encuentra bien? —le preguntó el poeta a Juanjo.

—Sí, solo que necesita un poco de aire fresco. No os preocupéis.

La camarera se agachó del todo y con un brazo levantó la persiana. Pasé por debajo de la rejilla a medio abrir y de repente sentí un chorro de aire fresco en el callejón solitario.

—¿Puedo hablar contigo? —le pregunté a Juanjo.

Deambulamos por el callejón, al igual que dos sombras en alguna obra de Dante, el joven y el viejo. Aún hacía mucho calor y capté la luz de una lámpara cercana sobre la frente de Juanjo.

Nos adentramos en lo profundo de una calleja extremadamente silenciosa, luego en otra, como si nos viésemos atraídos por estos pasadizos irreales, mágicos y pegajosos que parecían conducir a un mundo oculto y diferente, al que se entraba en un estado de estupor y asombro. Todo lo que podía escuchar eran los gatos y el chapoteo de un riachuelo cercano. O bien una fuente de mármol o una de aquellas fontanelle municipales tan numerosas que se encontraban en cualquier esquina de Roma.

—Agua —jadeé—. No estoy hecho para los martinis. Voy muy borracho.

—No deberías haber bebido tanto. Primero tomaste whisky, luego vino, Grappa y ahora ginebra.

—Ya vale de toda esta contención sexual de la tarde.

—Pareces pálido —dijo tras una risa disimulada.

—Creo que me voy a poner malo.

—El mejor remedio es dejar que ocurra.

—¿Cómo?

—Inclínate y métete los dedos enteros dentro de la boca.

Negué con la cabeza.

—De ninguna manera.

Encontramos un cubo de basura en la acera.

—Mira, hazlo aquí dentro.

Normalmente me resistía a vomitar. Pero estaba demasiado avergonzado como para comportarme como un crío. También me sentía incómodo al hacerlo delante de él. Ni siquiera estaba seguro de si Amanda la camarera  nos había seguido.

—Venga, agáchate. Yo te aguanto la cabeza.

—Se me pasará. Seguro que se me pasa —intentaba resistirme.

—Abre la boca.

Abrí la boca. Antes de que me diese cuenta lo eché todo, en cuanto me tocó la campanilla.
Era un alivio que me sostuviese la cabeza, y era de un gran coraje desinteresado hacérselo a alguien que está vomitando. ¿Lo habría hecho yo si le hubiera llegado a pasar a él lo mismo?
Me daba un poco de asco y miedo el vómito.

—Creo que he terminado —dije.

—Asegurémonos de que no va a salir nada más.
Como era de esperar, otra arcada sacó más de la comida y de la bebida de la noche.

—¿No masticas los guisantes? —me preguntó sonriendo.

Me encantaba que me hiciese bromas estando yo como estaba.

—Solo espero no haberte manchado los zapatos.

—No son zapatos, son sandalias.

Casi nos morimos de la risa.Que se note el sarcasmo por favor.

Cuando miré alrededor, me di cuenta de que había vomitado junto a la estatua de Pasquino.

—Te juro que había guisantes que ni siquiera habían sido roídos y que podían haber alimentado a los niños de la India.

Il battito del nostro amore || JuantinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora