Dimensiones sociales de la mentira

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La visión que la sociedad tiene de la mentira es ambigua y compleja. Por un lado, la
sociedad no tolera al mentiroso. La sinceridad es uno de los pilares que la sustentan.
Todos los grandes sistemas morales condenan la mentira, bien sea de forma absoluta o
con limitaciones. La mentira disminuye la confianza entre las personas, como ocurre con
la traición y la trampa, que frecuentemente se apoyan en ella.
La mentira es socialmente reprobable y el mentiroso goza de una consideración
social negativa. Si es descubierto, su reputación se verá sin duda dañada. Incluso cuando
la mentira no es importante y las consecuencias no son graves, el mentiroso sentirá al
menos vergüenza si es descubierto mintiendo.
Sabéis que odio, detesto y no puedo soportar una mentira, no porque sea más recto que el resto de
nosotros, sino simplemente porque me espanta. Hay una mancha de muerte, un aroma de mortalidad en las
mentiras, que es precisamente lo que odio y detesto en el mundo […] lo que quiero olvidar. Me hace sentir
miserable y enfermo, como lo haría el morder algo podrido. Debe de ser el temperamento, supongo.
JOSEPH CONRAD,
El corazón de las tinieblas, 1902
Por otro lado, hay cierta tolerancia hacia la mentira. Muy a menudo, las mentiras
son de poca entidad y de escasas consecuencias, e incluso se espera que se produzcan
debido a normas sociales. De hecho, y de una forma u otra, estamos todo el día diciendo
mentiras sociales. En muchas situaciones se tolera y practica la mentira sin ningún pudor.
Es el caso de los saludos y las preguntas tópicas al encontrarse dos personas:
—¿Cómo estás? —Bien. ¿Ytú?
—Bien también.
Se miente para ser educado, como cuando decimos al ver a alguien: «¡Qué buen
aspecto tienes hoy!».
Estas mentiras sociales evitan problemas y malentendidos. Expresiones del tipo
«¡Fíjate lo tarde que he llegado! El tráfico estaba horrible» sirven para acortar
conversaciones o para ahorrar dar explicaciones, por ejemplo cuando decimos «Tengo
que colgar, ha sonado el timbre de la puerta de la calle» y esto nos ahorra escuchar una
larga disertación sobre media docena de asuntos cotidianos sin importancia, circunstancia
molesta de la que nos libramos al colgar el teléfono.
En otras ocasiones se pretende evitar herir sentimientos o provocar disgustos a
otros, a través de las llamadas «mentiras altruistas», o a nosotros mismos, ya que
diciendo la verdad podemos desencadenar frustración, decepción o malestar en los
demás, que pueden arruinar una relación y llevarnos con el tiempo a lamentar y a
arrepentirnos de lo dicho. Aunque la honestidad y la sinceridad se valoran socialmente, si
se es completamente sincero se puede dañar e incluso insultar a muchas personas, alguna
de las cuales puede que quiera vengarse o devolvernos la jugada. De hecho, si no
disimuláramos o mintiéramos en algunas ocasiones no podríamos ocultar sentimientos
íntimos, cuya revelación directa puede ofender a los demás o causarnos problemas.
También existen otras mentiras socialmente toleradas, como el chiste o «la bola»
que pretende hacer reír y todos saben que es mentira o la mentira noble que persigue
evitar la condena o la culpa a un desfavorecido.
Una consecuencia de esta tolerancia social hacia la mentira es la reciprocidad, por lo
que a las mentiras se contesta con otras mentiras. En palabras de Fernando Arrabal, «el
mentiroso vive rodeado de mentirosos como él». Vivimos, pues, rodeados de mentiras
sociales que se toleran o no según las consecuencias de mentir o de lo que se oculta. En
las relaciones sociales es aplicable la famosa frase de Jacinto Benavente, referida al pudor
que le falta a veces a la verdad: «Quien dice lo que piensa no piensa lo que dice».
Desde cierto punto de vista, se miente debido a que es imposible decir siempre toda
la verdad. Sólo podemos transmitir una pequeña parte de ella. Si nos preguntan qué
hicimos ayer, contestamos con una selección de nuestros hechos. Siempre omitiremos en
nuestro relato mucha información, incluso aunque sea relevante.
Quien no puede mentir, lo cuenta todo y dice toda la verdad, incluyendo enunciados
negativos sobre sí mismo y sobre quienes le rodean, se perjudica. Puede perjudicar
también a los suyos, a su familia, a su ciudad y a su país. Son los que dicen (y cumplen)
lo de «tengo que ir siempre con la verdad por delante», «no puedo mentir», «tengo que
contarlo todo». La honestidad puede ser una forma de desprecio a los demás. En opinión
de Elffers y Greene (1999), la persona sincera, que no fantasea nunca, parece que no
tiene imaginación y puede cansar a los demás. A pesar de que diga siempre la verdad, a
la larga no se le toma en serio. Una actitud muy sincera que lleve a manifestar todos los
afectos y opiniones en público puede atraer temporalmente la atención, pero incluso este
comportamiento revela cierto egoísmo, ya que las conversaciones terminan girando sólo alrededor de los propios sentimientos. Este tipo de conducta parece buscar siempre ser el
centro de atención de los demás y esto acaba aburriendo. La sinceridad total termina
siendo, como las mentiras, una forma de control del comportamiento de los demás, que
puede resultar molesta ya que a las personas les gusta sentirse responsables de sus actos
y no les gusta que les manipulen. En palabras del escritor Juan Cruz (2000), el
excesivamente sincero es un hipócrita que simula tras sus defectos un ansia de
reconocimiento y compasión.
Frecuentemente, las mentiras sociales sirven para evitar confrontaciones a través de
una manifestación de conformidad con las otras personas. En contextos laborales, una
respuesta sincera a una pregunta de un superior sobre satisfacción laboral o en el hogar a
una de la esposa, del tipo «¿Parezco gorda con estos pantalones?», puede llevar a
consecuencias devastadoras para la relación.
A las personas inseguras o quisquillosas, a quienes se preocupan mucho, a los
neuróticos, es mejor muchas veces decirles lo que quieren oír, más que decirles la
verdad. Lo hacemos para que no se preocupen y para que nos dejen en paz.
Situaciones frecuentes en la vida social son reír o fingir que se ríe uno cuando
escucha un chiste que nos cuenta alguien querido o respetado, sin que de verdad nos
haya hecho ninguna gracia. A menudo fingimos interés ante un discurso aburrido o
durante una clase magistral.
Decir siempre la verdad sería peor para las relaciones sociales o laborales. Es
preciso que se pueda mentir porque, en caso contrario, no habría cortesía o las relaciones
humanas no serían fluidas o suaves. Las normas de cortesía y protocolo contribuyen a
mejorar y facilitar las relaciones personales, incluyendo el ambiente de trabajo. Nos
recomiendan evitar las críticas y recriminaciones en público o ciertos comentarios sobre
el físico, la vestimenta o cualquier aspecto de la vida privada de los demás.
La omnipresencia de la mentira lleva a que ésta se tolere, pero no así las
consecuencias de la misma. En palabras de Nietzsche: «Los hombres no huyen tanto de
ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño». Sin embargo, la sociedad
no puede basarse en la mentira. La sinceridad es necesaria. Ahora bien, la verdad es un
arma de doble filo que puede herir gravemente a quien la dice y a quien la escucha. La
sinceridad total puede ser brutal, de forma que la propia sociedad no resistiría tampoco la
sinceridad absoluta. Además, y como hemos visto, la realidad pura y dura reducida a
datos objetivos o a magnitudes físicas, sin campo para matices o interpretaciones, tiene
poco interés. Más aún cuando lo que se prefiere es decir la verdad sobre los demás y no
escucharla sobre sí mismo.
Las mentiras se disculpan más a unas personas de un gremio o profesión que a
otras. Una persona puede ser considerada por los demás como hábil, diplomática, o que
posee «astucia política» y, consecuentemente, verse en ella la mentira no ya como
tolerable sino como una cualidad positiva. Se dice que los mayores mentirosos
pertenecen a las profesiones con mayores contactos sociales, como vendedores, profesionales de la salud, abogados, psicólogos y periodistas. De algunas profesiones,
como ocurre con los políticos, no se espera que digan siempre la verdad, o toda la
verdad, o que cumplan sus promesas. No debe extrañar que se les perdonen las mentiras.
Como decía Otto von Bismarck: «Cuando quieras engañar al mundo, di la verdad».

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